Yo –dicen- no me pongo jamás corbata. Y así la han convertido en símbolo de algo por nadie sabe qué razón o sinrazón, despreciable para ese segmento social de los sincorbatados. A mí me abriga y me parece un modo de expresar cierta improvisación frívola y agradable, que alegra o que templa el ambiente cuando una razón protocolaria la aconseja. Es un residuo, suspiro, grito de color o de contracolor que me parece capaz de expresar desde la alegría hasta el escepticismo durante cualquier acto social. Además sirve para mancharse, casi indefectiblemente, durante las comidas. Y para limpiar las gafas. Me parece peligroso, cada intelectual con frecuencia miope que presume de no haberse puesto la corbata desde no recuerda cuándo. No porque suela ser agresivo, sino por la desencantada desilusión que simboliza la omisión de que alardea. Si no usas corbata, al comer, te mancharás la camisa. En cuanto envejezcas un poco, dejará al descubierto el pescuezo desmedrado, tu nuez y la papada que la sustituye como un colgante moco de pavo.
Personalmente, prefiero tener muchas corbatas de diferentes dibujos y colores, para según la ocasión. Es el único adorno, en un mundo de azules marinos y grises marengo, que nos permite disentir de la uniformidad masculina e incluso, cuando es negra, un profundo desasosiego o un súbito dolor, y, en ocasiones, el respeto que nos merece el acto en que hemos de intervenir. Por añadidura, damos ocasión a nuestro entorno familiar o amical más próximos, para que acrediten lo poco que nos conocen cada vez que nos regalan una corbata que suele parecer un remiendo de nuestra personalidad. Mi abuelo usaba siempre corbatas de pajarita. A lo mejor, un día, yo también me atrevo.
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