lunes, 12 de octubre de 2009

¡Como si fuera tan fácil subirse al tren del otoño sin untarse de la pintura de nostalgia recién dada a cada vagón de la paradoja del tiempo! Ya no saben qué hacer para salirse de lo que consideran rutinario, es decir, de lo que en realidad hacemos casi todos cada día. Pero lo cierto es que no todos somos capaces de convertirnos en guías, de la noche a la mañana. Y lo que escribimos como novedad se advierte que es como la falsa moneda, que nadie quiere llevarse a la cuenta de resultados como pérdida y por eso muchos tratan de pasarla al siguiente y que se arregle. Leo hoy una crítica que tilda de cursi al nostálgico por impregnación de otoño. No te das cuenta de que el otoño, cuando llega y desdibuja, difumina lo que ya no era, además, más que palidez cansada de fin de verano, cuando hasta muchos amores de vacaciones, que hasta ese momento habían sido eternos, empiezan a desvanecerse, el otoño es la suma de recuerdos de todos los otoños gozados o sufridos por cada uno de nosotros. Y crecen los crepúsculos, para ir acostumbrándonos a las noches de invierno, llenas de miedos y crujidos ilocalizables. No puede evitarse estar triste y que la tristeza mantenga sus habituales ribetes nostálgicos. Tal vez sea necesario, antes de escribir nada, pararse a pensar que el hombre, además de todas las demás infinitas facetas posibles, es, somos todos, según, un poco o un mucho cursis. Está en nuestro natural. Por eso los hombres, sobre todo cuando llega la edad de la arterioesclerosis, también lloran.

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