Es inevitable preguntarse, yo lo hago, lo que hice mal –otras veces no hace falta, ya me doy cuenta yo mismo-, pero en muchas ocasiones desconozco la razón de que parezca mal lo hecho con la mejor voluntad. Y en seguida me explico que hay muchas personas diferentes y me trato con muchas de ellas y no puedo pretender, si son diferentes, que ni siquiera entiendan cómo y por qué pienso yo lo que pienso o escribo lo que escribo. Y esto, que a lo mejor no es más que una disculpa banal de la propia estupidez, puede que precisamente por ello, me consuela y reconforta, enciendo de nuevo la pantalla y vuelta a empezar a tratar de ordenar las palabras que flotan, suben, bajan, se entrecruzan, y se trata de tomar las adecuadas para ir construyendo las frases y la página donde cuento lo que hay alrededor.
La dromomanía de la vida. No. La vida no es que tenga la manía de caminar, es que no le es posible detenerse y cada jornada se completa a base de gente, personas concretas y determinadas, que nacen y mueren o realizan el tránsito entre uno y otro de esos dos hechos. Ese tránsito en que se engarzan las cuentas de los días, ese hilo sutil que nos permite ser precisamente nosotros mismos a cada cual, engarza brillos, reflejos, opacidades, transparencias, en definitiva, acontecimientos, que, uno por uno, nos van deformando la textura interior e integran la línea histórica en que consiste la conducta. Me pregunto, hoy es día de preguntas, si no será esa conducta la que, despojados ya de la posibilidad de sentir o de recordar, nos coloque en lo que llamamos eternidad. Allí seríamos, por lo tanto, definitivamente, lo que hemos sido, esto que estamos siendo, el hilo que engarza, de nuestra personalidad, y las cuentas, allí engarzadas, de cuanto nos trascendió de todo lo que nos rodea, influye, manipula, determina y deforma hasta provocar el gesto cansado con que ese desconocido nos mira todas las mañanas, cuando, maquinilla de afeitar en ristre, nos acercamos al espejo.
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