En realidad, he de confesar, que se trata de mis digresiones. Por eso, advierto que para cualquier curioso lector, podrían ser poco interesantes, intrascendentes, banales y hasta aburridas. Entonces -me pregunto- ¿para qué las escribes? Aún no he hallado respuesta para esta pregunta.
viernes, 2 de octubre de 2009
A veces, el papel está como la tierra, reseco y duro, aparentemente imposible de hendir con la reja de la pluma. Escribir es hender el papel como el arado haría con la tierra, en este caso con la pluma, de que el ordenador, como antes la máquina de escribir, son sucedáneos impersonalizados. Sientes que escribes cuando lo haces a mano, ya sea lápiz, pluma o bolígrafo, el dedo en la arena o el cincel sobre la piedra, pero ya hay muchos que escribimos con el ordenador, que corrige sin huella aparente, como no sea en los increíbles entresijos de su disco duro como se llame ese intrincado lugar en que se dejan vestigios que luego el especialista rastrea implacable. Lo cierto es que hay ocasiones en que resulta más difícil ir colocando las palabras con esta paciencia artesana. Y sin embargo puede irse haciendo, con mayor y mejor o peor fortuna, pero puede hacerse, aunque sea utilizando el viejo truco del soneto que pedía una Violante es probable que inexistente y que dio lugar a ese famoso soneto que está en tantas antologías. Los antólogos coincidían más antes. Ahora se trata más de diferenciarse, esa especie de petulancia con que nos permitimos opinar algunos cuando nos disfrazamos, o tratamos de hacerlo, de expertos en algo. En literatura, como en un jardín cuando se trata de seleccionar la flor preferible, no hay expertos, sino gustos o ficción de ellos. Se advierte en muchas ocasiones que la selección del sedicente experto es una pirueta hecha hacia lo inesperado. Para respirar, si tal actitud es frecuente alrededor y crea una especia de microclima, resulta imprescindible, para sobrevivir, salir de vez en cuando a la superficie, donde lo blanco sigue siendo blanco y los patrones estéticos se continúan respetando, y luego se puede, con cierta impunidad, regresar a la burbuja de las arbitrariedades y los dislates que resultan de jugar a una originalidad cuando se trata de convertir en conducta y así deja de serlo, puesto que está en la esencia misma del concepto que una originalidad sea algo sorprendente por su diferencia, sus contrastes, su inhabitualidad. No puedo por menos de recordar en este punto la originalidad cruel de aquel escritor, que, consultado por otra acerca de la calidad de una obra del segundo, le respondió que le había parecido buena y original, con el único pero de que lo original de ella no era bueno y lo bueno no era original.
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