sábado, 3 de octubre de 2009

Tenían el caramelo desenvuelto y a punto de llevárselo a la boca, cuando el comité olímpico, por abundante mayoría, decretó que lo mejor para los juegos era preverlos el año 2016 en la deslumbrante Río de Janeiro. Cuando se juega y concursa y se llega a los octavos o a los cuartos de final, y no os digo cuando es a la final, puede asegurarse que cualquiera de los contendientes merece ser elegido. Tal vez unos por unas y otros por otras razones, pero todos tienen méritos más que suficientes. Me ha tocado estar en numerosos jurados, los miembros de gran número de los cuales, cuando llega la votación final, preguntan si no sería oportuno desdoblar el premio, repartirlo o darlo compartido aunque no sea conjunto. La función del jurado está siempre en tomar la última y siempre delicada decisión, cargada de recelos y de razones y sinrazones más o menos subjetivas, ocasionales o circunstanciales. Hay que decidirse por uno solo. Suele ser hasta doloroso. Deja un incierto sabor de boca. ¿Se habrá sido lo más justo posible? Pasa como en los goles cantados o en los penaltis de los partidos de fútbol. Sólo son goles cuando el árbitro los da por buenos, pero una vez que lo hace, por malos que hayan sido, son goles de oro, susceptibles de proporcionar esa gloria especial de que no puede participar, que no corresponde a nadie más que a uno. El que al final se alza sobre todos y provoca el olvido de los demás, del segundo para abajo. ¿Ganó el mejor? Nunca se sabe, pero sin duda ganó el que, mereciéndoselo, tenía que ganar. Por eso es bueno que haya ganado. Enhorabuena.

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