Cuando alguien pregunta y mides de modo instintivo la respuesta, sabes que nunca hay una contestación adecuada. Y casi nunca puedes dar la que se te ocurre y consideras sería la más cercana a tu propia certidumbre porque no eres libre de decir lo que tal vez deberías, que en alguna parte, para alguien, por alguna razón, sonaría como esas campanas rajadas, puede que sólo hendidas, pero que ya no dan el sonido rotundo de las que ahora ya casi no suenan, no se oyen o no se escuchan más que por ese irritado vecino que por otra parte vive hace mucho tan cerca del campanario que casi y en la medida de lo posible, se ha acostumbrado.
El otoño se ha recostado en la ladera del monte, de ambos montes, escasos de estatura, que cierran sin embargo el paisaje y lo reducen y me reconducen la mirada hacia la mar, grisácea como un espejo aburrido de que nadie se mire, más que de noche en noche, coquetas, las estrellas temblorosas, que alguien me dice que tal vez no existan ya y lo que vemos desde aquí abajo, lo que se refleja en el espejo de la mar otoñal, no es más que un recuerdo atrapado en la paradoja del tiempo, en la telaraña del recuerdo, la tardanza en llegar de la noticia de algo extinguido. Esa imagen de la estrella que puede haber elegido cualquier observador para preferirla por el capricho de sus guiños, podría no ser ya más que fantasma de sí misma, muerta al mismo tiempo que se extinguió el último dinosaurio, que no pudo verla en el cielo, por más que entonces ya existiera y hubiese enviado ya la postal, el mensaje que ahora estamos recibiendo, en cierto modo, la carta embotellada de un astro naufragado en la soledad del universo, tan acompañada y tan sola.
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