Debe haber por ahí una excursión de nostálgicos, que escriben, responden a las entrevistas, comentan, pontifican respecto de lo que antes había y hemos perdido. Me dan cierta pena porque se empecinan en no mirar sino atrás y no se dan cuenta de que a cambio tenemos muchas cosas que entonces no había. Si queréis –les dirá de buena gana- podríamos fingir aquello, pero entonces sólo podíamos imaginar, y eso los más imaginativos, cosas de las que tenemos ahora, que son, además, las que nos permiten ser desdeñosos y aparentemente suficientes.
No éramos más felices, sino más jóvenes, y eso es lo que en realidad echamos de menos, sin darnos cuenta de que a cambio tenemos ser como somos ahora mismo, adultos o selectos, es decir, lisa y llanamente viejos, circunstancia que nos permite opinar acerca de lo que, de vivir, hemos sacado cada cual en consecuencia que es la vida.
Desde luego, un hermoso privilegio, que puede teñirse de inmenso dolor, pero contiene también siempre la posibilidad de salir afuera de uno mismo y soñar a capricho otros mundos o destruirlos por el sencillo trámite de idear otro o pensar en otra cosa.
Disponemos de un piano abierto ante cada uno, y de la posibilidad de darles a las diferentes teclas de la vanidad, la envidia, la soberbia, la generosidad y escuchar cada sonido, que enternece, lastima, agobia o ayuda a quien viene al lado, convive inexorablemente con nosotros y a su vez se relaciona con nuestra fragilidad según su condición y las circunstancias que a ambos nos rodean y agitan como si fuésemos dados en un mismo cubilete.
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