viernes, 23 de octubre de 2009

Hagamos un alto en la primera hora de esta mañana de octubre, con los hayedos ardiendo el ocre de su intrincada hojarasca teñido de oro viejo por la salida, aún tímida, como tanteando el alba, del sol. A esta hora, tal parece que se haya desterrado el mal del mundo. Todo es esperanzador, incluso el declinante semicolor, todavía no color, de las hojas secas, temerosas y temblorosas hasta que llegue el que en mi tierra llamamos “viento de las castañas”, un viento seco y caliente, asfixiante, que procede del sur y cosecha los erizos preñados de castañas. Nada augura, recién recreado todo, la aterradora serie de cosas que han de pasar en seguida, en cuanto los humanos nos incorporemos, de nuevo por primera vez, a la creación e insistamos en la violencia de esa pugna constante por ser los primeros mientras predicamos que lo importante no es llegar, como tratamos atropelladamente de hacer, los primeros, sino que lo importante es participar y siempre de acuerdo con las reglas. Las reglas, como sabéis, las vulneramos con la mayor desvergüenza. A esta hora, sin embargo, maravillados como estamos de haber nacido, de estar aquí, de que se nos permita un nuevo día de sentir apasionadamente con los cinco sentidos atentos, ávidos, anhelantes, incluso llegamos a la convicción de que a partir de hoy vamos a comportarnos de la manera más ejemplar. A esta hora de este nuevo día, sentimos un escalofrío de amor por toda la demás gente. Resulta esperanzador.

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