martes, 6 de octubre de 2009

La diferencia entre una tarde apacible y la de lluvia que nos ha sorprendido, al perro y a mí, en la ribera de la oscuridad de la ría, con su agua disfrazada de profundidades, no es más que una mojadura inesperada. Un correteo de gente sorprendida, una pareja aprovechando el tiempo para besarse en el soportal de un garaje. Pasa otro vejete, cada vez somos más, en esta época de pocos niños, se sonríe con ruido de cojinetes gastados y nos advierte a los dos, al perro y a mí, que nos vamos a poner él dice que como sopas, pero es como un par de gallinas mojadas. Y por si l agua que cae de esta nube perezosa que ha llegado a la caída de la tarde, pasa un automóvil y nos salpica del charco que hay debajo del puente, donde hicimos una parada de alivio, un precario, mínimo cobijo. Ahora, tras de la ducha caliente y la toalla áspera, he alzado, como una cabaña india, el cono de luz de la lámpara, bajo que los personajes de la novela policíaca que estoy leyendo y yo, nos contaremos una truculenta historia. Bueno, será el autor de la novela quien la cuente y yo el que sorberé l cuento como cuando escuchaba las leyendas que contaba María, la cocinera antigua, que había hecho el viaje de su vida a las islas Canarias, de que contaba y no acababa más que para contarnos las más viejas leyendas de cuando nuestra villa ni siquiera existía y era un lugar donde se encontraban pescadores y piratas venido de allende los siete mares. Nunca he sabido por qué, en los cuentos, en las leyendas, en las consejas más antiguas, es tan frecuente que haya siete ríos, o siete mares, o siete montañas, que son trascendentales para algo o para alguien.

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