Merecer, verbo que expresa un concepto difícil de calibrar. ¿Merecemos? ¿Quién merece y qué? Nos premian y miramos sorprendidos la medalla, la copa, el emblema de ese supuesto merecimiento que en cualquier caso nos enorgullece a pesar de lo dudoso de su entidad. Salvo que nos paremos a pensar: ¿qué he hecho yo para que me premien qué? Es imprescindible el ejercicio de humildad que posibilita calibrar que el mérito es de quien premia. Quien ofrece y luego da algo es el que, cuando lo hace con desinterés, por sincera admiración, honrado aprecio respecto del premiado, acredita la bondad del donante, su generosidad, el afecto que profesa hacia el premiado, donatario de la distinción que le hace y el símbolo que le ofrece.
Camino de noviembre, Halloween anglosajón, Todos Santos y Difuntos de nuestra tradición, que añade a estas fechas la representación del Don Juan de Zorrilla. Nunca me he explicado por qué, a menos que la justifique la abundancia de figuras espectrales que rodean la agitada vida amorosa de un don Juan respecto de que hay quien, como Marañón, establece la duda de si era un conquistador, o era su afeminamiento el que le hacía vulnerable al encanto de las mujeres supuestamente conquistadas. Hace bastantes años, iluminó Dalí con las fantasías oníricas de su surrealismo, una representación de este Don Juan. Era tan deslumbrante que apenas se podían escuchar los versos, apagados y ahogados por el color y las deformaciones de las cosas.
¿Por qué estas culturas, anglosajona y nuestra, asocian el final de octubre y el principio de noviembre a la proliferación de fantasmas? Puede que la luz de estos días, este frío incompleto, húmedo, que se disparata en sus alternativas residuales del húmedo calor del verano, que las noches se hayan hecho largas y los días cortos, el recuerdo de que fuese una época de reunirse en torno al hogar, donde reposan los recuerdos de lo más familiar de nuestros allegados muertos, donde las mujeres mayores, la anciana cocinera, la abuelina, aquella tía abuela que se quedó para siempre viuda y triste cuando las guerras coloniales o las espantosas guerras del siglo XX, nos reunían a los nietos, cuando no había televisión ni siquiera habían inventado la radio o no llegaba al valle, y nos contaban leyendas casi olvidadas, cuentos de aparecidos y que no debía barrerse en casa, después de la puesta del sol, para no barrer a las ánimas.
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