jueves, 29 de octubre de 2009

Deben llevarse las ideas, por orden alfabético, en la agenda electrónica, igual que se atesoran los plantones en el invernadero, también ordenados para cuando llegue el momento de espetar o de plantar en cada arriate o en las hojas de tierra abierta, olorosa, recién removida. Las ideas, si no, se olvidan, inexorablemente, y no sé cómo recobrar aquello tan acertado que pensé esta mañana, o tal vez antes, o quizá no llegué a pensarlo, sino que fue un juego de luz sobre la corteza de un árbol, al pasar, lo que me sugirió no sé qué, pero que me dije: tengo que escribirlo, y ahora se ha ido para siempre, que llegas a cada despacho y hay un montón de papeles que requieren atención, te pasan recados, recibes, sonríes, aceptas, te niegas sucesivamente y para cuando levantas la vista hay un tropel de vivencias alborotadas, que he de sosegar, incluso, a veces, cerrando los ojos, para seguir caminando a tientas, en el mundo desconocido, siempre nuevo, sin nombres aún, de las ideas, que, como los nasciturus de la discusión, podrían resultar abortados por cualquier violencia innecesaria. Las ideas abortadas, como los niños –todavía fetos- parecía como que habían sido elegidos para tener vida, gozar de la existencia, con todos sus avatares, pero no, a última hora, algo ha ocurrido en alguna parte, que rompe con las leyes de la naturaleza, obnubila y obceca a la que podría haber sido madre y todo se queda en un olvido apresurado, un vago dolor del corazón tal vez.

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