Diciembre, 3, 2010. Al año le queda menos de un mes. Un mes para que se reúnan los trabajadores de las empresas, los de la administración y las familias, echen cuentas del año, comprueben quiénes faltan desde el año pasado, desde hace diez, desde hace veinticinco, desde hace cincuenta. Cada cual, recordará, es probable, su niñez dorada, la plata de su juventud y desde el plomo de la vejez se asombrará de que las glorias de este mundo se hayan pasado tan rápidamente y sin embargo permanezcan, como acredita la sonora alegría de los niños, los ladridos de los perros, las charanga, el colorido y los diferentes espíritus de la Navidad: el místico, el mercantil, el disperso, el concentrado, el disparatado, el familiar. Y mientras los más cosmopolitas se arremolinen con las tradiciones del vecino, los más tradicionales rodearán el belén de casa, de las entrañables figuritas de barro, cada cual criticará al vecino y se maravillará de lo mucho más navideño que es lo suyo y la gente se intercambiará, a veces maquinalmente, otras con ilusión, regalos deslumbrantes o ínfimos, conmovedores regalos. Todo un deslumbrante mosaico. En lo que muchos coincidirán, sin embargo, inevitable, instintivamente, es en suspirar la paz, como una honda inspiración de aire, justo en Navidad.
Algo menos de un año para el consabido haya salud del día de hacer recuento de la lotería jugada y perdida y eso de que año nuevo, vida nueva, lo mismo de ineficaz para arreglar, cambiándolo, el mundo. Un mundo que sólo podría mejorarse un poco, mejorando cada uno, por lo menos alguno, una pizca. Y como todos lo intentamos, hay como un clamor de buena voluntad, de que sin duda algo ha de quedar, y yo creo, ilusionado, que no iluso, de mí, que, en efecto, mejoraremos.
En cada familia, muchos, los más viejos sobre todo, temblando, porque alguno de los más jóvenes se irá a jugarse el tipo en las caravanas y los vericuetos del “puente” de la Constitución, la “semana blanca”, todos a la vez, locura colectiva, afán múltiple de abandonar la comodidad para darse un atracón de aventuras fingidas, lo mismo de peligrosas que las otras, desde que inventaron meter los caballos en el coche y permitirles desmandarse por esos túneles a cielo abierto de autopistas y autovías, vías rápidas y caminos de peregrinación y de desmadre polícromo.
-¿A dónde van?
-Es probable que de lo que se trate sea de cambiar de postura, Satisfacer el instinto nómada, que permanece latente en cada humano que se convierte en sedentario, pero guarda, bajo la primera capa del cerebro, esa necesidad de explorar, moverse, saciar la ilusión de que un poco más allá del horizonte, hay una tierra mejor, que mana lecghe y miel, donde atan a los perros con longanizas.
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