En realidad, he de confesar, que se trata de mis digresiones. Por eso, advierto que para cualquier curioso lector, podrían ser poco interesantes, intrascendentes, banales y hasta aburridas. Entonces -me pregunto- ¿para qué las escribes? Aún no he hallado respuesta para esta pregunta.
domingo, 12 de diciembre de 2010
Pueblo, invierno, nadie. Me asomo a la ventana, me pregunto si llueve. ¿Hay alguien con paraguas? Nadie a la vista, calles arriba o abajo. Como si hubiesen huido todos esta noche pasada y ahora estuviésemos en un pueblo abandonado, mi soledad y yo, con mis pensamientos como un rebaño alrededor. La soledad callada. La ciudad provinciana estaba en cambio el jueves llena de gente excitada, creo, por la próxima Navidad, enfadada por el lío de los controladores de los aeropuertos. Muchos paquetes, más pequeños, que ahora los niños no quieren paquetes grandes, sino consolas y juegos de rol. Caídos por las calles, muchos puñados de tristeza. Les ponen música de acompañamiento esos adustos músicos callejeros que arañan melodías de violines y acordeones con la funda ante los pies para que echemos unas monedas. Distinguen, por el sonido, supongo, cuando es un euro, y, en seguida, le echan mano y lo separan del montoncito de monedillas de céntimos que dejan como reclamo y aviso de que se aceptan propinas y donativos. Había un silencioso borracho, ojos vidriosos, expresión ausente, en la terraza de un café, indiferente al frío y a la llovizna. Aquí, desde la ventana, sigue sin verse más que algún coche que pasa como con desgana.
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