Esperabas, como agua de mayo, la Nochebuena, y como vino se ha ido, sin necesitar siquiera del viento, arrebujada por este frío debajo del cero que ha llegado con las Navidades blancas de toda la vida del hemisferio norte.
Te rodeó la gente de casa y tú, es decir, yo, formabas parte una vez más del círculo que cantó los villancicos, a pleno pulmón y desafinando como es lógico y menester.
Turrón y garrapiñadas, polvorones y mazapanes, bizcochón de casa y fiambres, pollo duro y pescado cocido, con mayonesa de bote, que es más desmayonesada. Poco y suave, que eres, soy, viejo como los caminos y me pesan los recuerdos en el zurrón. Nos retratamos envueltos en papel de sonrisas, con espumillón y estrellas.
Por la mañana de Navidad, las calles desiertas se pueblan de fantasmas que van de retirada. Anoche estuvieron alrededor, en lo oscuro y entre las guirnaldas, en las esquinas, por entre las burbujas del cava. Ahora van, sin tristeza, camino del lugar donde estén, sin tiempo ni espacio, hasta que los convoquemos a través de sus respectivos recuerdos. Ellos no sufren. Vienen a consolar nuestro desconsuelo porque se fueron y creemos que los entristece no participar de nuestras migas de ilusión, y, en seguida, regresan a la luz a tirar por nuestros cansancios, nuestras iras, nuestros lamentables fracasos.
¡Feliz Navidad!
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