El paseo va, bordeando el río, camino de ninguna parte. Es como una senda para mirar, si es de noche, cómo se hace trizas la luz, cuando cae al agua inquieta, si es de día, la vida que bulle sobre y bajo el agua. Gente y demás animales grandes, pequeños y pequeñísimos. El río siempre tiene prisa y apenas se para a echar una ojeada distraída en cada mínimo remanso que improvisan los cantos hay quien dice que para que se miren las hadas, que según otros no existen, pero yo insisto en que sí, tiene que haber, como de todo lo imaginable, aunque no sea más que en las sueños de algunos de nosotros, empeñados en que tiene que haber más planetas poblados y más mundos en éste. Cuando, dormidos, soñamos, es evidente que algo de nosotros entra en otra dimensión en que se relaciona con otras realidades más o menos agradables, a veces terroríficas o por lo menos inquietantes.
El camino que hay junto al río le sigue en su vaivén de borracho. No llega a la mar. Para llegar a la mar hay otro paseo más corto. Se adivina que está cerca cuando el agua se llena de peces más grandes, perezosos, erráticos, que parecen nadar olisqueando el fondo, sobrevuelan más gaviotas, acechan más cormoranes y huele a mar. La mar que huele a nostalgias y a lejanías, que dicen que es el olor a sirena y sueño, misterio y profundidad como de ensimismarse en una tentación a cuyo más profundo abismo no se llega nunca más que encerrado en máquinas, desterrado y desmadrado, en realidad, de modo que estás y no, medio ciego y semimuerto de miedos ancestrales, cuyas raíces están, como dicen que uno de los posibles orígenes de la vida, en lo más profundo de la mar, donde la mar es aceite de nada, destilado del primer estallido de la creación.
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