viernes, 31 de diciembre de 2010

Van cayendo las horas de este último día del año como gotas de un líquido espeso, dorado, translúcido. Me dicen que han apartado de su pretensión a un político y recuerdo recién leída la frase de Ossorio y Gallardo: “así como en la vida política hasta la verdad es mentira, en la forense hasta la mentira es verdad”. Mi madre repetía que es frecuente que lo que quieras no te den y lo que te den no quieras. Frases hechas, axiomas. D. Federico de Castro, mi inolvidable catedrático de Derecho civil, parte general, llamaba a los axiomas “coberteras de la pereza en el pensar jurídico”. El jurista tiene que estar alerta, añadía otro ilustre profesor, catedrático de Procesal, don Jaime Guasp, a cuanto la sociedad invente para relacionarse. La sociedad inventa sin cesar. Siempre hay personas capaces, que piensan y ofrecen entradas y salidas para todas las situaciones. Gracias a ellas, la humanidad sigue funcionando y entre pocos se lleva a muchos, vida adelante.

Ultimo día del año y dijeron ayer por la ventanilla de los despropósitos que había que darse cuenta de que también acaba una década. Anda, y dos lustros –pensé yo-. Cada vez pretendemos convertir más hitos en efemérides y como consecuencia cada vez nos banalizamos más y la ventanilla de los despropósitos los va contando mayores y menos importantes, hasta que llegue el día, que llegará, en que nos informe puntual e indebidamente de que le ha salido una dureza en el pie a doña fulana de tal, una de esas sus distinguidas, que no sé como tienen tiempo para maquinar otra cosa que sus encuentros y desencuentros, sus posturas y sus escorzos, sus ridículos y la progresiva falta de vergüenza con que hay quien cuenta sus miserias personales, esas que a cualquiera nos dan tanta vergüenza pero hay a quien le pagan y audazmente cobra para exhibirlas como antes se enseñaba en las ferias a fenómenos como el de la mujer copiosamente barbuda, el oso bailarín y la cabra equilibrista.

Gruesas gotas de tiempo. Caen y marcan círculos concéntricos, como los goterones de lluvia, que son los recuerdos de las horas pasadas, los días, los años. Sesenta de nuestro final de carrera. Estuve solo, sentado en la terraza de un bar, frente a una explanada –todavía había explanadas, en las afueras, cerca de la Ciudad Universitaria por su parte alta-. Unos niños echaban sus cometas de colores, correteaban y gritaban. Dos pelotones de cadetes de la Guardia civil, hacían la instrucción. Cincuenta años, medio siglo de ejercicio profesional. Jurabas que ibas a ejercer tu profesión bien y fielmente, con arreglo a todos los preceptos de los códigos deontológicos. Ahora se habla de códigos de conducta, para referirse a una Deontología que deberíamos llevar como la médula, dentro de los huesos. Si no fuera que siempre está alerta la tentación –Oscar Wilde dijo, con elegante cinismo, que la mejor manera de acabar con una tentación era seguirla- de dejarte convencer de que el fin justifica los medios, otro aforismo, cobertera de la pereza en el pensar. Lo que pasa, además, es que a medida que se multiplica el número de leyes vigentes aumenta la posibilidad de ampararse en una para vulnerar otra. Lo que antes llamábamos fraude de ley y ahora hay quien considera arquitectura social, mercantil o fiscal. Avezados juristas se especializan, en un terreno metajurídico, en tratar de encontrar vías por entre que circular sin vulnerar la ley, pero por su exterior.

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