sábado, 4 de diciembre de 2010

Es cierto, monsieur Guenassia (“El club de los optimistas incorregibles”, Goncourt 2009), tiene toda la razón. Con un libro puede pasar, puesto que como dice es también un ser vivo, como con las personas, que acabas de conocerlas y ya intuyes si van a ser o no amigas tuyas o lo vas a ser suyo.

Algo, como este autor sigue diciendo, que está en el olor, los signos, el interlineado, la figura o la mágica vida del libro. No sé por qué he escrito mágica, cuando es simple y sencillamente vida.

Me pongo a pensar, desde la grisura apacible de esta mañana de diciembre, estos días que preceden a santa Lucía, cuando el refranero popular añade que “mengua la noche y crece el día”, y por lo tantos son éstos los más menguados días del año, las noches más largas, que los lobos lo saben y por eso rezan con mayor fervor sus aullidos, llamadas, gritos de amor o de tristeza tal vez. Llama la atención que no sea la noche más larga del año u a noche mágica –otra vez la palabreja- y lo sea en cambio la del señor san Juan, que es la más corta, pisando el umbral del verano.

Leo hace pocos días, ahora que hemos hablado de lobos, que un jabalí cruzó la autovía muy cerca de la capital de la autonomía. Menudo susto se habrá llevado el animal, al cruzarse con la profusión de latas de sardinas con ruedas de los humanos. Y los humanos, a su vez, atónitos. La presunta civilización había apartado la vida salvaje, casi extinguido los animales salvajes. Ahora en cambio parece haber decidido que conviene conservarlos al alcance de la vista y casi de la mano. De vez en cuando, la autoridad más o menos competente, autoriza a una cuadrilla a salir a cazarlos contados y escasos. Luego se reúnen a cenar jabalí mal cocinado, reseco y frecuentemente duro como una piedra, pero exquisito. Los libros de aventuras del siglo antepasado cuentan que no hay nada como un jamón de oso gris asado al fuego que ahora no se puede encender en las praderas para tratar de evitar los tremendos incendios. Salir al amanecer, con los compañeros de cuadrilla, nos retrotrae gozosos a la camaradería aventurera de unos hombres semiolvidados que cazaban para comer y pintaban las paredes de sus viviendas, tal vez para rezar, tal vez para llamar a la caza, tal vez para festejar su éxito durante ella. El otoño, entonces, ya casi invierno, también sería de un gris, que, al estrujarlo, se convierte en lluvia helada, granizo y nieve.

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