martes, 14 de diciembre de 2010

Hubo un tiempo, y no hace tanto de eso, en que casi nadie sabía leer y escribir. La historia se conservaba, y adulteraba, en la memoria y en los capiteles de las columnas o los frescos de los templos que el tiempo ha borrado en su mayoría, con ese categórico desprecio con que el tiempo trata todas las cosas, las personas y los conceptos.

Ahora le cuesta más, porque muchos han aprendido a escribir y dejar su testimonio. Hace, sin embargo, lo que puede. Abarquilla las hojas, progresivamente amarillentas, de los libros y poco a poco, sin impaciencias, las va preparando para acabar por convertirlas en el mismo polvo cada vez más impalpable en que damos los seres y las cosas hasta que la materia se reconstruye en torno a cada nueva y mínima porción posible de energía, suficiente para que algo viva, nazca y se incorpore al incesante fluir de la historia.

Ya me toca, hoy, ir a la capital, que estará por cierto, engalanada de Navidad. Quieren quitar los belenes, me han dicho. Quiten lo que quiten y pongan lo que pongan, no podrán evitar que la realidad de las cosas y de los conceptos se imponga a sus falibles criterios. Dios existe o no, que es lo que pretenden plantear, cualquiera que sea el mayor o menos número de personas que opine respecto del asunto. Hay una realidad que está, a Dios gracias, fuera del alcance de los hombres, de sus criterios y de sus caprichos.

Gracias a ello, se pongan como se pongan los tirios y los troyanos, quien prefiera creer podrá creer y quien dudar y quien no creer en nada no creer. Todos, si se paran a pensar, se harán las mismas preguntas y todos se quedarán sin respuestas para las más importantes, rodeados de horizonte, como estás a veces en Castilla, mirando a tu alrededor desde lo alto de un cerro, con la cúpula del cielo sobre ti, como una colosal tapadera azul, que bruñen las nubes que pasan, consciente de que sólo hacer el camino te llevará a la línea del horizonte una y otra vez, hasta que se logra atravesarla, casi siempre con esfuerzo y dolor, y es probable que descubramos todas las respuestas.

De momento a mí me resulta alegre y conmovedor que la gente sonría, que se haga una pausa, se reúnan las familias, se festejen la Pascua y el Año Nuevo con panderetas, campanillas, ilusiones, regalos, flores, palabras amables y luces y colores. Que se armen los belenes y salgan papanoeles con campanas y carcajadas, que corran los niños a pedir el aguinaldo y la alegría se meta por todas las rendijas y los entresijos.

Habrá, es cierto, contrapuntos de tristeza que sería bueno que entre todos tratásemos de mitigar, de remediar, de evitar, pero me asalta el convencimiento de que si mediante un colosal milagro lográsemos el mundo supuestamente feliz de haber repartido toda la sabiduría y la riqueza en partes iguales entre los humanos existentes, poco tiempo después habríamos reconstruido la aparente injusticia del mundo, que a lo peor no es tal injusticia, sino su irremediable estructura, que, a pesar de todo, creo que debemos esforzarnos en tratar de remediar. Porque la vida, además de un camino iniciático, es una paradoja que gira en torno a lo desconocido. Como un asombroso tiovivo que viajase en círculo, pero con un destino.

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