Para los más viejos, es como si el tiempo se licuara y adoptase diferentes formas a lo largo del día y de la noche. Se hace así más largo o mucho más corto, según lo que se esté haciendo en cada momento. Y creo que a veces hasta se disuelve en el ensimismamiento que produce cada sensación o lo que se haga, desde lavarse hasta estar leyendo, o perderse en el sonido del artilugio de afeitar eléctrico, sucesor de las brochas, el jabón y la navaja, después la máquina de poner hojas con filo por los dos lados, que empezábamos a usar en el cole para afilar los lápices e indefectiblemente te cortabas en algún dedo.
Perderse por los matices, las arrugas, los entresijos de un sonido, ya sea el de la máquina de afeitar, el de la de coser que trabaja cerca, el de los coches que pasan o el de aquél en que tú mismo vas de viaje, sobre todo durante un viaje largo. En un viaje largo, el ruido de motor se hace pensamiento, el pensamiento sueño y en el sueño, el tiempo, como en los relojes de Dalí, se ablanda, estiraja y dobla.
Nuestras vidas son los ríos, dice Jorge Manrique, pero tal vez no. Puede que el río sea el tiempo, que se nos lleva la vida poco a poco, como los ríos de verdad se van llevando sus riberas, y cuando cada avenida, les dan un bocado mayor, como cuando a nosotros el tiempo nos da una dentellada y decimos que sufrimos una crisis.
Los ríos, como espías, sacan fotos, reflejos de cada pueblo y cada ciudad, en el agua de su piel húmeda, y se los llevan, como espías, a la mar, que toma buena nota en sabe Dios qué libros de alguna biblioteca que habrá en el fondo de la mar, más copiosa que la de Alejandría. Allí habrá ejemplares de todos los libros perdidos, quemados, destruidos por las vicisitudes de la historia de los hombres. Los peces seguro que los leen, salvo delfines y ballenas, y por eso no han tenido tiempo de inventarse un idioma. Los delfines y las ballenas, o son más listos y les cunde más el tiempo, o no habrán leído tanto. Y por eso disponen de un idioma compuesto de carraspeos y silbidos, según dicen los sabios.
Simultaneo la lectura del ultimo Le Carrè, el Diccionario de Lovecraft, minucioso trabajo de un abogado asturiano, Roberto García, que nos regala a la entrada un retrato muy detallado y sorprendente de aquel atormentado autor y las obras escogidas y deliciosas de T.S. Spivet, recopiladas en la ficción por Reil Larsen. Tres lecturas recomendables, para mi gusto, claro, y lo digo porque a veces me dicen que un libro es bueno y soy luego incapaz de pasar de una docena de páginas, de modo que puede ocurrir, por la misma inexplicable razón, que algo de lo que a mí me parece, como en este caso, estupendo, a otro se le caiga de las manos.
Parecen muy satisfechos, los expertos y excelentísimos académicos, de la última reparación que le han hecho al ya no sé si debo decir castellano o español. A mí me parece que por lo menos a la vez le han hecho alguna que otra desgarradura y que queda, además, alguna que otra herida sangrante, pero ¡qué sé yo de esas cosas! Me empecino, sobre todo ahora de viejo, en las viejas reglas y las palabras de siempre, aún las desconocidas, que se esconden por los rincones de los viejos diccionarios que han ido amarilleando a mi alrededor con el paso del tiempo de que hablábamos y lo que viene ahora de la expansión, el rebote, el eco y demás fenómenos humanos y acústicos, me suena a campana rota, cuando en realidad será agua viva o vino de otra cosecha, tal vez mejor, desde el punto de vista de un enólogo exquisito, pero a mí ya no me sabe como aquel vino habitual, de acompañar aquel queso, puestos ambos vaso y queso sobre la madera desnuda de la mesa de roble o de castaño viejo, que hay quien prefiere de pino que aún huela y sea un poco áspera al tacto.
No hay comentarios:
Publicar un comentario