Leo, como todos los días, hasta la extenuada fatiga del anciano lector, que es fácil que se duerma sobre el libro y retorne a otra época, cuando, como a mí me ocurre, vuelvo con frecuencia a mi Colegio Mayor, donde soy incapaz de encontrar la habitación que ahora me han asignado y la mayoría de los colegiales son desconocidos. No encuentro a mis amigos y paf, me despierto y recupero la información del libro o del periódico, a veces una revista de esas que ahora acoplan, los días de fiesta, a la prensa diaria, no sé si para hacerla más atractiva. Lo cierto es que hoy leo que cuando se pregunta, por lo general, quien responde “odia” la Navidad, no necesariamente como misterio católico, sino como sucesión de fiestas que casi nadie duda en calificar de comerciales, consumistas e hipócritas. Bueno, pues he aquí la excepción: yo. Yo adoro la Navidad, tanto en lo que tiene de misterio católico, paso inicial de una redención maravillosamente inexplicable, sino incluso por lo que tiene de comercial, consumista y sucesión de fiestas durante que todos hacemos evidentes esfuerzos porque los que nos rodean lo pasen bien. Y encima nos regalan cosas, no importa si pequeñas, grandes, útiles o no, valiosas o simple y sencillamente expresivas. Y tenemos ocasión de regalar y ganarnos por lo menos la ficción de una sonrisa. Es importante, a mi juicio, sonreír aunque sea de mentira, aunque sea la ficción de una sonrisa, hecha de buena fe, para agradar al interlocutor.
Ya está dicho. Y añado que para mí, la culminación de la Navidad, esas cenas hogareñas, esas comidas alrededor de las viejas mesas hogareñas, sentados muchos donde siempre y los nuevos donde otros estuvieron, me resulta casi insoportablemente emocionante por lo que tiene de recuento y homenaje de los que ya van no estando y el esfuerzo que hay que hacer para que los nuevos inicien su colección de recuerdos, que sin duda conservarán cuando no estemos nosotros, “los más viejos del lugar” actuales.
Tiene mucho de snobismo petulante el desprecio por lo que ilusiona, les parece a ellos, sólo a la gente sencilla, que, por serlo, es también un poco simple. ¡Quién pudiera retornar a la simpleza! Te has pasado la vida leyendo, explorando, rebuscando y eso te hace, de modo inconsciente, más escéptico. Sabes, ¡mira tú qué merito!, que las glorias, las alegrías, los buenos momentos no son más que un soplo. Pero eso, sin embargo, nos ayuda a disfrutar más y mejor, de la efímera exquisitez, que es siempre como un asomo de olor, un regusto que dura un hermoso momento, que podría ser reflejo, anticipo, destello de eternidad y luz.
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