lunes, 13 de diciembre de 2010

Nunca seremos como somos, sino como logremos fingir. Creo que una parte del instinto, si es que no hay más que uno, como a mi me parece, con diversidad de manifestaciones, consiste en aparecer siempre con disfraz ante nuestros semejantes, que a su vez hacen lo mismo, para tener dónde refugiarnos cuando fracasamos. Ser nosotros mismos nos podría dejar inermes ante cualquier contradictor que lograra derribarnos de nuestras convicciones. Es otro siempre, en apariencia, quien se equivoca o el que rectifica, y, gracias a eso, nos recuperamos y disculpamos ante nosotros mismos de tanta falta de reflexión o de la poca consistencia de los argumentos que con facilidad nos desbarataron.

Hablamos del “otro yo” que suele obrar en semisueño, casi sonámbulo a esas entre horas de recién despertados o apenas medio dormidos. Ponemos por delante, como inaceptables excusas, las “circunstancias” que nos desmotivan o por el contrario nos empujan a lo que de acuerdo con unos principios que deberíamos tener más arraigados sería lo oportuno, lo aconsejable o incluso lo debido.

Conozco personas que sufren de tal modo en este asunto que escriben constantemente y se construyen toda una vida que nada tiene que ver con una personalidad, la suya, que aborrecen y sustituyen por que les gustaría tener y novelan como escritores, que alguno es habitual y que al no hallar un final para su propia ficción, siguen, “continuará en el próximo número”, como las series de aventuras de las viñetas, o como novelistas que van añadiendo artificiosos capítulos para evitar tener que escribir, al no saber cómo hacerlo, el último de su penosa novela.

No sé si me molestan más o me dan más miedo esas otras personas que se consideran en posesión total de la verdad completa, absoluta y definitiva. Había hace poco uno en una tertulia que tuve oportunidad de contemplar sobrecogido. Según su propia versión de sí mismo, es capaz de mirar a alguien y destruir sus defensas psicológicas mediante una frase lapidaria, apoyada en principios básicos ineluctables. Nunca me había encontrado antes a casi nadie así. Dan miedo. Debe ser aterrador llegar a un autoconvencimiento por el estilo. Entre otras razones porque podría incluso llegar a una autocondenación inapelable y en mi opinión aterradora. Lo mismo de aterradora que si a quien nos condenan es a uno de nosotros, nos señalan con el dedo, o, simple y sencillamente, con la mirada fija, hierática y con una de sus frases, nos sentencian, como hacían los viejos dómines de cuando la letra entraba con sangre, de cara a la pared, sin esperanza.

Mentir por instinto otra personalidad, cuando se hace a sabiendas, es como jugar a florete con el interlocutor, con la cara cubierta, defendidos cada cual por su peto y con las puntas de las armas emboladas.

Lo grave es cuando no hay más remedio que ser y estar.

Es decir, vivir.

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