martes, 21 de diciembre de 2010

No debemos pedir demasiado a la gente de afuera. Tengamos en cuenta siempre que son más o menos como nosotros mismos. Andarán a veces a vueltas con nuestros mismos fantasmas y nuestras cavilaciones y esos ensimismamientos que nos abruman como la niebla al paisaje, cuando lo desdibuja y difumina.

Considerarlo puede, además servirnos para afinar el sentido del humos indispensable para ir sembrando sonrisas por la vida.

¿Para qué hablar de tristeza a quien la padece? Y quien no, será desde el principio nuestro cómplice para intentar que la gente dulcifique sus relaciones.

Lo digo al hilo de escuchar a una madre que dice que no se habla con uno de sus hijos desde no se acuerda cuándo.

-Pues vaya, le digo y cuéntele una mentira con gracia. Dígale usted una palabra amable, o bonita, aunque no tenga sentido. No tendrá más remedio, sobre todo si lo toma por sorpresa, que echarse a reír, y se habrá roto el hielo y hasta es posible que tengan tiempo de decirse las palabras que recíprocamente se deben.

No deben callarse las palabras debidas. Se las condena a, hechas polvo de palabras perdidas, girar en el tiovivo que da vueltas alrededor de los mayores silencios. Yo lo escuché una tarde, allá arriba, sobre todo, donde las brañas, que no llegan los coches, ni había aquella tarde máquinas rugiendo. Estaba, incluso sin grillos ni cigarras, el silencio posado como un gran búho pensativo, en la rama de un abedul de corteza de plata.

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