sábado, 15 de enero de 2011

Atardece,
tatuando en el antebrazo de esta mitad de invierno,
a contrasol,
la silueta de la tierra que se aúpa
para alzar como ofrenda una casita
recién pintada,
núbil,
a que rodea el malva del ocaso
con un ribete de oro viejo y plata.

La casa es el sacrificio telúrico
ofrecido en vano por el alma del día.

Alza sus único ojo,
ciclópeo,
cazaestrellas,
que acechan al lucero vespertino;
las atrapa,
mirándolas fijo
como un reptil al pájaro asustado.

¿Qué hace su dueño
con tantas estrellas? ¿les sorbe
tal vez
el brillo, y las deja,
por la mañana, bien temprano, en la playa,
entre las que ahogó, durante la noche, la mar?

Por la mañana,
cuando nace el día,
busca frenético, deslumbrante,
enloquecido, el sol, a sus hermanas (¿tal vez hijas?).
Me deslumbra,
al reflejarse en la indiferencia del cristal,
su inconmensurable dolor trascendido en luz,
como una hermosa,
inconsolable elegía.

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