viernes, 21 de enero de 2011

Cae sin hacer ruido la penúltima semana de enero, acribillada, humillada de crisis, rebajas, y dicen que no tenemos ni bancos que puedan con la carga de un mínimo de regeneración económica. No importa, la mimosa de la ladera del monte está en flor y de vuelta el síndrome primero de la primavera. Se ha muerto, nonagenario, un que fue alcalde de Luarca de cuando Luarca no se había dormido del todo. Luarca es mi pueblo, esquina de las Asturias de occidente, occidente el viento donde se pone el sol. El sol ese astro que hoy brilla, desaforado, bruñido por el nordeste helado que dicen los técnicos en meteoros que viene derecho de Siberia, sin menoscabo de frigidez, como el aullido de un lobo estepario, tal vez de una manada de lobos esteparios. Ante las cenizas del Alcalde, que cuando lo fue andaba por mitad del camino de su vida, como Dante cuando bajo, de la mano de Virgilio, a escribir su Divina Comedia, dijo don Hermógenes, que en aquel entonces era cura joven de barrio de la periferia de Oviedo, una hermosa plática, una conversación entre amigos. Solo que hoy, el alcalde, el cura y yo, nos hemos hecho viejos y así los sueños de entonces, se nos han convertido en nostalgias, recuerdos, equipaje de gente mayor, que recorremos como quien reza una letanía, canta una salmodia, bisbiseando.

Hace poco, asistíamos a un homenaje en memoria de don Melquíades Álvarez, otra víctima, asimismo asturiana, de su capacidad de entender el grupo social como grupo humano que enlaza la memoria del pasado con la esperanza del futuro, ambos comunes, como antes lo había sido Jovellanos, y hoy dicen los periódicos que un grupo de asturianos pretende crear un foro de expresión y es de suponer que acción política “de corte melquiadista”. Es como si de pronto estudiésemos a punto de salir del ensimismamiento bipartidiste dimanante de la escisión derecha, izquierda, cada vez más difuminada en el ámbito de las ideas, pero paradójicamente más enfrentada en lo virtual de las personas. Pienso que no cabe diferenciar las ideologías, pero se encierra a grupos de personas en las respectivas cápsulas, y, recíprocamente, se asignan características que en el fondo son comunes, pero poniendo el acento en lo más perverso de cada comportamiento.

Muta así el debate político, pierde su altura de arte de perseguir el bien común para convertirse en un debate de patio escolar en que cada insulto rebota en un “pues tú más” inacabable. Y en vez de debatir o de dialogar respecto de lo bueno para todos, se discute quién es más egoísta, o más acaparador, o menos solidario, o más soberbio o menos listo.

Una cosa es la listura, otra la inteligencia, hay que diferenciar el genio del ingenio, Antonio Marinas está descubriéndonos todo un mundo de sutilezas filosóficas y nos lo describe y cuenta, por añadidura, de modo que entendemos, y hasta nos entretiene incluso, a los eruditos a la violeta, que no solemos profundizar como los eruditos de verdad, pero mantenemos la curiosidad, que nos gusta calificar de científica.

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