viernes, 7 de enero de 2011

Una canción, un sonido, el tono de una voz, pueden transportar a otro tiempo, otro lugar. Algo misterioso se mueve por debajo de la consciencia de cada cual, eso que llaman subconsciente, acerca de cuyas reacciones apenas sabemos detalles incoherentes, que es capaz de andar enredando con nuestras conexiones, como un operario chiflado, y de disparar consecuencias inesperadas.

A medida que crecemos, nos educan, comprendemos que para sobrevivir hay que compaginarse con otros, es menos frecuente que el subconsciente, coja el timón de nuestra conducta, pero nunca es imposible. En realidad, los tabiques que contienen nuestra razón, son frágiles y una narración bien hecha nos sobrecoge siempre un poco, por más que sepamos que es disparatado suponer que existan monstruos parecidos a los que se nos describen.

Lovecraft insiste en que los monstruos más horribles se mueven entre nosotros como personajes de nuestro entorno habitual, y lo peor que cabe imaginar no ocurre en lugares ignotos y lejanos, sino en la escalera de casa, o en el ascensor que usamos cada día una porción de veces para ir y venir de actividades cotidianas.

Cualquiera se puede morir de hambre o de sed en la casa de al lado o en cualquiera de los pisos del edificio por haberse atracado como un bárbaro de lo que no le habría convenido comer o beber.

Ahora mismo, en cualquier despacho, colectivo o individual, de abogados de cualquier lugar del mundo, millares de mujeres y de maridos separados o divorciados, cuentan a sus asesores y no acaban acerca de las innumerables desgarraduras, ofensas y atrocidades derivadas del odio en que acabó aquel amor eterno mientras duró, que ahora se concretan en la incontable vicisitud de cada relación con cada hijo menor y del pago o impago de las insoportables pensiones compensatorias o de alimentos o de concurrencia a pagar los gastos de los hijos comunes, cada vez más entremezclados con otros de él o de ella, alguno más adoptado y unos cuantos de no se sabe quién en realidad, que mejor será llevar al señor Juez, que le estudien el entresijo y dictamine un perito si ADN o no ADN.

No leo ni oigo nada que autorice a creerse que era verdad lo del año nuevo y la vida nueva. Estamos todavía en la primera decena de días del primer mes del cambio prometido y todo sigue más o menos igual, si acaso un poco más exacerbado.

Me parece advertir, ojala me equivoque, cansancio en los jueces. Los hay que no se fijan, agobiados y desorientados por la sensación de ya visto con que abordan cada día una ristra de problemas tan parecidos unos a otros, tan reveladores de una progresiva mala intención y escasa imaginación diferenciadora, que, a la larga, se les forma en las entendederas, donde las sentencias se pesan, miden o fraguan, una gruesa y dura corteza de escepticismo. Se van haciendo como pipas o como teteras culotadas por el uso repetido. Me pregunto si, siquiera con el alba, cada mañana, recordará, ante su primera decisión del día, algún juez, o todos, o la mayoría, la exquisita delicadeza de su función de acomodar la generalidad de cada ley a las circunstancias particulares de cada caso concreto.

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