Desagradable tentación la de hablar de política. No se puede mentar ese apartado contracultural de la época sin que permanezca después un espeso amargor dondequiera, el corazón, la cabeza o el alma, que se fragüe el sentimiento de los humanos.
La política fue un arte. Algo así como la orfebrería de la organización social. Ha venido a dar en esto sin que nadie sepa quien puso la primera piedra del desbarajustado monumento a la sinrazón en que ahora consiste.
Está de moda construir edificios sin sentido, complejos, desproporcionados, que nadie sabe para qué usar y acaban poblando los mercaderes expulsados del templo.
Nada de orar, como hizo Gaudí, con piedras manoseadas hasta el ablandamiento, ni con vacíos que se aprovechas para dar descanso, tiempo de vacilación, al orante, sino perderse en el inextricable laberinto de la perversión de los sentidos en que consiste la locura. Ya Erasmo nos había advertido de que era encomiable.
Vivir es también locura. Quien no tiene una vena de locura no será aventurero ni como César, ni como Alejandro Magno, ni como Aníbal, ni como Atila o Gengis Khan, ni siquiera como don Quijote y Sancho, uno, en realidad, juntos entrambos. ¿A quién conocéis que siendo el escudero no sea el señor y viceversa?
Volvamos, sin embargo, a la política. Pocas veces, si alguna, es locura. La locura apunta a una generosidad sin límites, o a un alternativo torbellino de ensimismamiento. El político sale al campo y al bosque a ejercitar malas artes de furtivo y ver de qué puede apoderarse para construir su castillo roquero. ¿Que los hay de buena fe?. ¡Pues claro!. Muchos. Pero abunda asimismo esta otra clase que ha profesionalizado su mediocre artesanía y nos cobra a todos para pagarse a sí mismo.
Todo el mundo, argumentan, tiene que vivir. Y hasta tendrán razón.
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