Lo suyo, lo tuyo, lo mío, lo de todos y lo de nadie. Inventaron la propiedad, marcaron unas rayas en la tierra y se plantaron en una esquina, desafiantes, nuestros ancestros, dispuestos a defender hasta con la vida misma, su parcela, la de cada cual, con uñas, dientes y todas las sucesivamente imaginadas armas de combate. Hay que irse a los cuarteles de invierno, a estudiar las herrumbrosas escrituras, y luego a ver cómo está el folio del Registro.
Ambos, notario y registrador, se me quejan de que la cosa está muy “chunga”, de que han bajado notablemente sus ingresos. Y lo mismo han hecho recientemente el boticario y unos taxistas, de esta capital o de la otra. Más de un cuarenta por ciento, me dicen éstos, y añaden tintes dramáticos los pequeños autónomos, que dicen que la gente retiene los pagos y los deja a la luna de Valencia.
Las crisis están empezando a mojar los pìes de la gente que estaba descuidada en la playa. Aquí no llega, pensaron. Llega a todas partes ¿sabe usted? Y verá a medida que vaya pasando el año.
Con el lío de lo tuyo y lo mío, las prisas y las chapuzas, se desternillan hoy los periódicos con la noticia de que las autoridades han construido en terreno de una señora, que, airada, reclamó y le devuelven ahora lo que era suyo.
Insiste la mimosa en no ser de nadie e irse encendiendo, brote aquí, brote allá, que aún tardará, pero no mucho, en cubrir la ladera. Seguro que esa ladera también tiene dueño, pero no habrá, digo yo, tribunal ni juez que condene ni a la mimosa ni a la ladera a apagar el luminoso amariilo de la mimosa, que todos los años se adelanta a la proverbial margarita del si y el no.
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