De entre todos, recuerdo el jazz band, casi una batería de verdad, con platillos, tambor, timbres y casi un xilófono completo, bombo y palillos, y aquel avión amarillo, premonición acaso del submarino de los Beatles o del equipo de fútbol de Villareal, de pedales, que al girar, como yo era larguirucho, de pequeño, me raspaba las rodillas, y el cestillo con un herramental miniatura, que en seguida me fue confiscado porque lo ensayaba con los viejos muebles de casa, de aquellos que se iban comiendo los gorgojos, atravesándolos con sus misteriosas galerías, intrincadas e inexorables.
Lo que no puedo recordar, porque nunca tuve, fue una bicicleta propia. Entonces eran las Orbea, las que anhelábamos los niños de la posguerra, costaban quinientas pesetas, pero eran muchas pesetas, que eran muchos los que nos las cobraban a fin de mes.
Hubo una vez que en el bazar de al lado, cuyo dueño tenía un perro adiestrado para robarle los quesos de teta al vendedor dominical de al lado, del mercado de los domingos, vi, pedí y me trajeron unos enormes soldados de madera, articulados, creo que eran dos o tres, con casacas y roses rojobrillantes, que jamás me sirvieron para nada, a mí, coleccionista nato de soldaditos, indios y vaqueros de plomo. Todavía tengo muchos, en alguna vitrina. Ya no guerrean ni desfilan. Están, en sus puestos respectivos, tal vez soñando, con sus impenetrables, tozudas cabezas de plomo, con las guerras embarradas y crueles del siglo XX o con las románticas guerras del XIX, o con las brutales de los cromañones.
Todo esto lo digo, semisoñando, porque de noche, esta noche, es noche de Reyes, por muchos papanoeles que hayan colgado de los balcones, asomándose así a la tradición de fuera, pero despojada del encanto de santa Claus bajando por la chimenea, atiborrándose de galletas de jengibre y dejando al pie del abeto paquetes de ilusión. Los Reyes son los Reyes. Vienen esta noche. Que os traigan, que nos traigan, salud y paz.
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