Pájaro prisionero. Una pequeña lavandera, capturada por el hambre, el frío o la curiosidad en el para ella pequeñísimo ámbito de la plaza del mercado de mi pueblo. Revoloteaba, esta mañana, con angustia, incapaz de encontrar la salida. No le dije que volase en una u otra dirección. Temí que ella no me entendiera y las pescaderas de los puestos me tomaran por más loco de lo que estoy. Mira ese viejo loco, que ya habla con los pájaros. La dejé allí, en su laberinto de estrecheces, con la angustia creciendo, como la cola de un cometa, a cada vuelo. Si pudiera enviarle, como intenté, un mensaje telepático. ¿Quién asegura que los pájaros, con su pequeño centro de mando, no son capaces de recibir mensajes telepáticos? Los murciélagos lo son de enviar y recibir datos mediante un radar especial, suyo, tal vez inventado por un Edison de los murciélagos, o un Graham Bell de su casta y condición. Lo que pasa que así, evidentemente aturdida, aterrorizada, la lavandera de mi relato no fue capaz de recibir el mensaje y cuando me fui seguía insistiendo en revolotear sin rumbo, como las palabras no dichas y los pensamientos entrecortados del semisueño del anochecer o el del alba, que estás ya, pero todavía no estás despierto y vagas por las fronteras del sueño, por caminos inciertos, de contrabandista o de exiliado.
No me preguntéis cómo acaba esta historia de pájaros cautivos. No supe más.
Salvo la historia de Arturo Gordon Pym, no conozco relatos que no acaben, incluso cuando forman parte de una saga, siquiera sea de momento, hasta que el autor, o sus personajes, tienen nuevas ocurrencias y regresan desde la inexistencia a este mundo nuestro, es decir, al suyo. Poe deja a su protagonista entrando en la niebla. La niebla disuelve la visión de la realidad, difumina lo que hay. No sabes que podrá ocurrir a quien se arriesga a entrar en una niebla, sobre todo si espesa y cuanto más, más misteriosa.
Me acuerdo ahora del mundo que hay en la capital en cada esquina coincidente con una entrada del metro. La gente suele citarse, por eso pusieron un quiosco de periódicos, y como hay un quiosco, puede haber una referencia, en tal esquina de tales calles, donde la boca del metro de cal barrio, que hay un quiosco de periódicos, y suele, pero no recordamos el detalle, haber una cigarrera que también vende chucherías, ahora dicen chuches, para niños, y un minusválido caído de medio lado en el suelo. Todos atrapados en su mundo, como la lavandera ahora. Casi inmóviles. Petrificados. Como libélulas en ámbar. Hace frío. Se mete hasta los huesos. Cala, como un frágil dolor apenas perceptible.
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