Había un pan de leche, cuando yo niño, que vendían envuelto en papel de seda y mi madre untaba de mantequilla para su entonces único hijo. Lo vendían en una caseta de madera puesta en la esquina de una de las plazas del mercado, costaba tres perrinas, un poco más que las bollas o que los bolles de cuernos, que de lo que se come, decían, se cría. Los bollos de cuernos eran para la comida, el pan de leche para la merienda, las bollas para desayunar, quitándole la nata a la leche, recién traída de la aldea por las lecheras. “Levántate, niña, que ya pasaron las lecheras”. Levantarse después del paso de las lecheras, que traían en sus cántaras la leche todavía caliente, recién ordeñada y nuestro compañero Susín, desde la ventana, las acribillaba a postazos disparados con su tiragomas nuevo, de horquilla, forqueta, de avellano, era cosa de señoritas de pan pringao. La gente trabajadora, la estudiosa, la afanosa gente de a diario, se levantaba siempre, puntual como ellas, antes de que pasaran las lecheras, con sus cántaras acribilladas a postazos por nuestro compañero Susín, desde su ventana entreabierta, que a veces también les tiraba a las piernas de las lecheras y las lecheras le mentaban a su madre, pero él se moría de risa, protegido por la ventana nada más que entreabierta y los visillos de seda y los cortinones de encaje puestos por su señor madre, que era una señora muy aseñorada, como todas las de entonces, cuando yo era niño y bajaban las mozas de las brañas, a servir a casa de don Fulano y de don Mengano, rozarse con el señorito, disimuladamente, en el pasillo oscuro de la casa grande y a veces llegar a mayores.
No hay ya pan de leche, en las panaderías de mi pueblo. En mi pueblo, decadente, abúlico, escéptico, no hay “boutiques de pan”, que es donde ahora se hacen panes especiales, delicados, para niños pijos y viejecitos desdentados. En mi pueblo se hace pan recio, de corteza dura, crujiente. Y excusado es decir que ya no pasan las lecheras, ni con sus cántaras colgando del brazo, ni con las cántaras en las alforjas del burro compañero, ni con las cántaras en equilibrio sobre la cabeza, fingiendo piezas de porcelana, delicadas piezas de porcelana de Lladró o de Sargadelos. Ahora, en mi pueblo, como en la ciudad, la leche se vende en cajas de cartón forrado, que llaman briks, más o menos, sabe Dios cómo se escribe y Susín, a la largo, emigró a hacer fortuna y murió, me dijeron, indigente, en el exilio, sin tiragomas, cortinas de encaje ni postas que disparar con notable acierto a las cántaras y las piernas de las lecheras, que musitaban insultos atroces, pero se aguantaban sin más. Nunca supe por qué, a lo mejor les hacía hasta gracia o admiraban la puntería infalible de nuestro compañero Susín, que fue en busca de fortuna y murió en el empeño.
En aquella época, o hasta poco antes, yo estuve convencido de que una noche, con los ojos bien cerrados para no quebrantar el misterio, había oído pasar los camellos, los caballos, los elefantes y los yacks, los dromedarios y las llamas de los Reyes Magos.
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