Cuando estudiábamos francés, la primera carta ejercicio de traducción inversa se solía iniciar diciendo, tras de la fecha: “Mon cher ami Nicolas …” En alguna parte del mundo, tal vez la misma región en que los tres Reyes Magos, san Nicolas, santa Claus y el ratoncito Pérez, vivirá, digo yo, este Nicolás, tal vez pariente del “my Taylor is Rich” de la primera página del tratado de inglés básico, que, al decir de sus editores, podrá aprenderse siempre en quince hipotéticos días.
Nadie que yo conozca ha aprendido nunca un idioma en quince días, ni siquiera los tres ingleses de Jerome K. Jerome que, dispuestos a recorrer Alemania durante unas vacaciones, se compraron el famoso manual que permitía defenderse en alemán a lo quince días y lo probaban en establecimientos de su propio país con hilarantes consecuencias.
Pero a lo que iba. El moderno blog no es más que la continuación del manual aquel. Se escribe a un o unos desconocidos y a pesar de ello tal vez amigos potenciales, de nombre, oficio y figura desconocidos, tal vez Nicolás.
Porque Nicolás existe. Estoy seguro. Cuentan esos franceses las deliciosas aventuras de “el pequeño Nicolás”. Puede que sea ése, hecho ya mayor.
Lo cierto es que, como cuando el manual, se escribe y escribe, pero ni Nicolás ni nadie comenta una palabra.
Tal vez mejor así. Ni para bien ni para mal. Como aquél de que cuentan que, de viaje a Moscú, preguntaba, para acertar con su atuendo, qué temperatura había en el aeropuerto, y como le dijesen que cero grados, se frotó las manos, diciendo aquello de “¡qué bien!, ni frío ni calolr”.
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