Insisten, los de aquí, en sus razones. Siempre las hay,
merezcan o no ser tenidas en cuenta desde la perspectiva del menos común de los
sentidos. Razón es lo que urden las que llamaría Monsieur Hércules Poirot
nuestras “pequeñas células grises”. Cada razón tiene su contraria y aún las
neuronas disponen de todo un arsenal de medias tintas, una gama de grises.
Pero haber, no hay más cera que la que arde. El bosque es lo
que es, por más que los árboles nos impidan verlo con detalle.
Dice un proverbio que se cita siempre en francés que en
cualquier lío debe buscarse a una dama que esconde la clave de su solución. La
dama o el dinero, diría yo, porque con el poder, son los puntos de apoyo con
que suele tratarse de mover el mundo, que pedía Arquímedes.
Insisten en la ilusión del dinero figurativo, hologramas de
monedería, billetes de hojaldre.
Hay quien dice que el dinero se refugia por los entresijos
milenarios de la ignota China. Son tantos sus habitantes, que con unos pocos
céntimos cada uno de cualquier moneda, la agotarían sin riqueza posible de
nadie. Y son enigmáticos, con ese idioma que ahora atisbamos en los múltiples
bazares que abren a la vuelta de todas nuestras esquinas y suena como a
alboroto de pájaros. Con esa sonrisa amable con que nos reciben y venden y
agradecen, hacen un principio de reverencia y se quedan inescrutables, tras de
su sonrisa y del inextricable misterio de su habla, que, asombraríase de nuevo
el hidalgo portugués del mostacho y la fábula, incluso los niños manejan con
envidiable soltura y alegría.
Ahorrad, insisten Bruselas y Frau Merkel. No aprenderéis
nunca, los irritantes, irritables europeos del Véspero, a apretaros el
cinturón.
Durante tanto fuimos los ricachos de Europa que todavía nos
manejamos bajo el paraguas de la idea de que el trabajo manual, la artesanía,
usar las manos como o con herramientas, nos confina de algún modo en un rincón
social, un barrio, el gueto donde no entran los privilegiados hombres libres.