Deuda y prima de deuda salidas de cauce, con estas lluvias de otoño, como era previsible que sucediera, y lo que aún lloverá, si no inventamos o modo de pararlo o de avellugar hasta que se nos ocurra.
Miente el adagio, ya lo advertía en su tiempo Clarasó, cuando dice que no hay deuda que no se pague. Las hay. Y ni siquiera el hombre del frac puede cobrar a quien, como me decía un sufridor del ramo de los acreedores burlados, pertenezca al antagónico grupo de los “disolventes”.
Cada vez más numeroso, puesto que hay insolventes de buena, de mala fe y hasta intermedios, que empezaron siendo buena gente, pero como cualquier existencialista explicaría, se vieron circunstancialmente arrastrados a la orilla mala de la picardía, primero, y el fraude, después.
Los que me indignan son los que desde el principio sabían a dónde iba a parar todo aquello y se cubrieron las espaldas y sobre todo las faltriqueras mediante fórmulas cabalísticas y laberínticas de limitación de responsabilidad. Los que cogieron su parte y la guardaron en las islas del tesoro cuyo plano guardan celosamente, con la cruz marcada, como en los de John Silver y el coro de la botella de ron.
Trileros del siglo XXI, discretamente apartados del mundanal ruido, con el riñón bien cubierto, esperando a que baje la marea para arriesgar otras migajas y seguir cazando palomas, que por cierto, ¿habéis leído?, en cierto número de ciudades han comprado azores y pequeños halcones para irlas desterrando, a las vilipendiadas palomas, tan sugestivas ellas para niños, viejos y turistas, que les echan chuches y les sacan fotografías lo más parecidas posibles a las de la plaza de San Marcos, por desgracia tan lejos, molestan, como en su día molestaron las pintorescas golondrinas que dormían en los numerosos alambres de la calle de la Iglesia de mi Villa y nos cagaban, a los fieles, a la ida y a la vuelta de las misas primeras.
Otra época, keynesiana, donde era casi pecado endeudarse y delito el crédito leonino. La hermosa gente echaba monedas con paciencia en los cerditos de barro y no compraba hasta que les llegaba, como a todos los demás gochos, su peculiar “sanmartino” de escacharlos y recuperar, apilar y contar la calderilla o aquellas otras monedas agujereadas, de a real o las de plata de a peseta y dos pesetas.
Me pregunto, habida cuenta del tamaño de las últimas pesetas acuñadas, de qué medida habría que hacerlas ahora para que fuesen proporcionales a su valor, tras la invasión de los orgullosos euros.
Con los que cada vez será más difícil solventar pagos, que se anuncia que quieren que no más de tres mil, que a ver de dónde saca usted su dinero y dentro de nada manejaremos billetes con GPS y sensores, para que el gran hermano pueda seguirles la pista.
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