La marea del entusiasmo, ¡hay que ver cómo estuviste! Afloja, y baja, playa abajo. Nada que ver en el discreto encanto de las palabras medidas, me recuerda la cosa a Berceo, que quería hacer una prosa en román paladino, en el cual suele el pueblo fablar con su uecino. Cada cual, modoso, a su andar. No te excites ni te quedes. Sin excitarse ni quedarte, nadas entre dos aguas, río abajo, con el agua viva, sorteando pedruscos, rabiones y ramaje puesto a secar y mojar, alternativamente, en la ribera. Tiene cadencia de clásico: bajaba por mi ribera, absorto en mis pensamientos, me distrajo una mozuela, que pasó, cabello al viento.
Mi mozuela, la perrita que ya es perra, tiene un año, que son siete, dicen, de los de persona. Mi perrita, que ya es perra y yo, bajamos por la vera, la ribera, del río, mirando como tontos las refriegas eróticas de los patos o los deslizamientos repentinos de las truchas, esta últimas entre dos aguas. Al año, que son siete de humano, mi perrita tiene lo que a mí me decían cuando los cumplí: el niño ya tiene “uso de razón”, cosa que nunca he sabido muy bien lo que es o en qué consiste y me conformo con la interpretación a vuelapluma de que será algo así como tener la posibilidad, casi siempre despreciada, de percatarse de que nos asiste el sentido común. Algo así, en cuanto a la razón, como el derecho natural, que es el que la naturaleza, sin más, según la definición de los clásicos, implanta en todos los humanos.
Me informa un periódico, sabe el buen padre Dios lo que dirán sus adversarios rotativos, de que un noventa y seis por ciento de los al respecto encuestados, afirmaron que el debate no les había mudado la intención de voto.
¿Por qué vota la gente lo que vota? ¡Ahí es nada! ¿Te imaginas que hubiese alguien capaz de manipular la secreta intención, compleja intención de votar, de la gente? Se lo rifarían, los partidos, anhelantes, desmedidos en sus ofertas. La gente vota a favor de, vota en contra de y vota según se le entrecrucen las razones y los sentimientos del día de seleccionar y preferir una papeleta con unos nombres sobre otra. Y por consigna de aquél o aquéllos en que confía. Los que discurren por mí, “que inventen ellos” y sabrán sin duda lo que es mejor para nosotros.
Si fuese verdad lo de que Urdangarín metía mano en el cajón del pan, ¿en quién podremos confiar?
No más vida descansada que la del que “huye del mundanal ruido” y se desentiende, pero te acucia Brecht, desde el otro lado, porque cuando me haya desentendido de las atrocidades que se vayan cometiendo con todos aquellos que “no me conciernen”, “nada tienen que ver conmigo”, ¿quién me asistirá cuando la emprendan conmigo, si ya no queda nadie o son pocos los que quedan?
Mi conclusión de esta mañana de miércoles y mercadillo semanal es que la vida no hay más remedio que vivirla e intervenir, que es convivir, que es la única manera de que sobrevivamos como especie.
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