domingo, 27 de noviembre de 2011

Tres días le quedan, contando el de hoy, grisáceo y húmedo, al noviembre que llama feliz el refrán, porque “empieza por todos Santos y acaba por san Andrés”, que será, si el buen padre Dios quiere, el próximo día treinta.

Conocí a un hombre sumamente educado, bondadoso, pacífico en extremo y ateo convicto, que se llamaba Andrés y se quedó ciego en un fallo de operación de cataratas. Cuando vives mucho, sabes de cosas aterradoras, que te atemorizan y encogen el ánimo. Tal vez sea otro de los precios de la supervivencia, que tiene algunos más, según cada cierto tiempo, sin concierto ni orden, vas descubriendo.

Y te humanizan.

¿Es esto humanizarse? Ir descubriendo las debilidades humanas, con lo que contrapesas haberte supuesto capaz de alcanzar el ribete de la capa de la sabiduría. A la vuelta de cada esquina que doblas, descubres asimismo la inmensidad del saber y que es imposible llegar a cotas notables de sabiduría en la corta magnitud de vida de la especie. Y sin embargo, una magnitud, ésta de vivir, creciente por término medio. Hace bien poco, un ciudadano se hacía viejo entre los cuarenta y los cincuenta años, antes incluso del presenio.

Habrá que ir estudiando, sin duda generaciones futuras lo harán, para mejorar las condiciones de vida de los cada vez más viejos, que ahora se van llenado de achaques y goteras, como los caserones antiguos. De algún rincón de la memoria, me llega con esto de las goteras el título de un premio creo que Planeta, de allá por los cincuenta o sesenta: “Una casa con goteras”. Ya pocos recuerdan, salvo en los listados de premiados a Santiago Loren, de quien ya no recuerdo si supe alguna vez que hubiera escrito algo más. En aquella época, leía yo, puntual y devotamente, cuantos premios podía comprar. Todavía creía, aunque cada vez menos, que los premios tenían que ser buenos relatos y excelentes novelas siempre.

Me dicen que perdió el Barcelona, por primera vez en este campeonato de liga. Ser el mejor no es algo que dure. Siempre aparece alguien que te pincha el globo, como cuando eras niño y armabas aquella llantina al comprobar que tu hermoso globo rojo no era más que una burbuja de aire, apenas sujeto por una membrana demasiado frágil.

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