domingo, 6 de noviembre de 2011

El rugido unánime de los competidores preparados a lo largo del parque para echarse a la carrera, rallye en el spahglish, que llegó ayer, anocheciendo y saldrá hoy a mediodía en busca de otros pagos donde atronar, será nomás, que dirían mis numerosos primos argentinos para asustar, impresionar como hacen los leones, allá arriba en el rugidero de su peñasco, mientras caza la hembra de la especie.

Trucan, me dicen, cada cochecito ahora mismo, con su número y sus franjas, alineado en orden de revista en el parque de mi pueblo, los motores que rugen, pero arrancan o trucan o sabe el buen padre Dios qué hacen con el tubo de escape para que tal parezca que pasa una nube de aviones a reacción.

Por si había pocos cochecitos, pare la abuelita del rallye y nos invade la locura competitiva. Le atribuyen al barón de Coubertín lo de que lo importante no es ganar, sino competir, pero ve y cuéntaselo a los chavalones, que, apoyados en los respectivos carricoches, se sienten a sí mismos como en el umbral del París – Dakar, aquel de antaño, que ahora le difuminaron la ruta, que no camino, los tropeles de gentes que huyen o que se exilian, en cualquier caso peregrinan, perseguidos por la hambruna, la guerra y lo incivil de una caótica entrada en la nueva sociedad, todavía, aunque ellos no lo saben, los peregrinos, por inventar.

Llegarán, ateridos, en pateras por mar, en escondrijos inverosímiles del tren de aterrizaje de los aviones, en trucados dobles fondos de viejos camiones, polizones en petroleros y mercantes y llegarán a las ruinas de Itálica, que tratan de recomponer los más avispados, los zorros viejos y los jóvenes leones procedentes de la sociedad antigua, la que se desmoronó, como pasó con aquello de Babel y la confusión de las lenguas, pero ahora confundiendo el dinero de verdad con Amadeos de plomo y chapas recortadas para echar en las máquinas tragaperras.

Domingo.

Ya nadie tiene traje de los domingos, como aquel “príncipe de gales” de pantalón bombacho que puse yo perdido, cayéndome el día del estreno al río, que resbalé por el verdín de la rampa de al lado de la iglesia, le llamábamos “mofo”, lentamente, hasta el agua y pienso que pasado por tintorería y todo, le quedó siempre un tonillo averdosado por el hemisferio oriental hasta que se hizo viejo con mi adolescencia ya en fruto, que no sólo en flor.

Ya hay fútbol mañana, tarde y noche. Y, curioso, los viejos políticos, como los viejos roqueros, se adelantan al proscenio y hace raro escuchar canción protesta o promesas de cambio y futuro que dicen y cantan unos señores ya entrados, muchos, en la adolescencia de su respetable ancianidad, el presenio de que hablábamos el otro día, recién tomada la palabreja de unas memorias, y, visto el diccionario, fue término “usado por el Dr. Marañón” para referirse a la “edad orgánica que precede a la vejez, aproximadamente de los 60 a los 70 años”. Ya decía yo: una especie de adolescencia de la vejez, una adolescencia sin acné, pero con otros problemas de que valdrá más no hablar y son sin duda compensación por supervivencia.

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