Se siente uno, cuando durante este incomprensible túnel de la vida recibe un empellón, partícula insignificante de un Universo en que no todo será casual, digo yo, sino que debe tener incomprensibles motivos para que las cosas, como planetas eventualmente erráticos, se salgan de su especie de lendel y se echen al monte de convertirse en cometas que corren desalados a través de órbitas supongo que previstas de algún modo.
Cosas que son o dejan de ser sin previo aviso, dejan sin respiración, sobresaltado, y al no poder hacer nada, es como si cuanto eres, tus manos, las piernas, que parecían en la lejana juventud capaces de peregrinar cualquier día a Santiago te hubiesen traído a una esquina del cuadro, del paisaje, del ámbito en que te movías y un soplo basta para convertir del sol a la sombra, del día a la noche.
El día puede ser un laberinto y la noche un insomnio. Te conformas como un líquido a la vasija, pero sigues sin entenderlo que te pasa.
Algún día, supongo, a través del tiempo de que en conjunto disponemos, habrá gente que llegue cada vez más allá, a entender posiblemente mucho más de lo que en este siglo XXI podemos. Lo que sí he aprendido es que cuando te adaptas a la creciente velocidad de tu época, pero tienes el privilegio complementario de llegar a la vejez, también has de pagar por ello. Tu superficie vulnerable crece y se extiende más allá de tu alcance.
Y es que es una constante de estar vivo ir comprobando que cada franja de luz se corresponde con otra de sombra, como la materia dicen los que entienden parte de lo incomprensible que nos rodea, se completa y complementa con la antimateria.
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