Para mi generación, incluido yo, que paradójicamente prefiero al Barcelona, especialista en practicarlo, resulta aburrido este fútbol del pasecito corto que aquel inolvidable narrador bautizo con el original nombre de tikitaka.
Nosotros, los buenos, que eran siempre algunos de mis compinches de niñez y estudios, y yo, que formaba parte en esto del deporte del pelotón sempiterno de los torpes, no sabíamos de cuatro, cuatro, dos, cuatro, dos cuatro, tres cuatro dos ni comparsa o combinación diferente del once contra once, en abigarrado montón empeñado en meter la pelota de trapo en la guarida más íntima del antagonista, fuera como fuese, aunque hiciera falta agarrar a unos cuantos de los componentes del equipo contrario, sentarse sobre ellos o empujarlos fuera del campo, apenas delimitado en la arena de la playa, que es donde juegan los hombres. ¿No os habíais fijado? Donde hay playa y es la primera escuela del fútbol incipiente, suele haber buena cantera. Porque es que quien juega bien en la playa y sobrevive está destinado a resultar cuando mayor un fuera de serie.
La playa es un escenario brutal y despiadado, donde, habitualmente descalzo, pisas como puedes, retorciendo músculos, tendones y pienso que hasta doblando huesos, se te cae casi siempre un grupo de enemigos encima y cuando no, uno solo de ellos te embiste con los pies por delante y te deja sin respiración.
Esa era nuestra táctica y nuestra técnica. Once en grupo contra un grupo de once. Los once atacando a la vez en confuso montón y once defendiendo con uñas, dientes, patadas y mordiscos la integridad de su fortaleza.
Ahora te duermes con estos habilidosos hombrecillos ejerciendo como los palitroques de los bolillos, toca, pasa, toma y a ver quién llega hasta la mismísima raya de la portería del de enfrente y sortea al desesperado portero a quien luego enfocan las cámaras para que todo el mundo lo vea refunfuñar. Me recuerdan aquel episodio en que Guillermo Brown, mi adalid eterno, espejo de preadolescentes del mundo uníos, asiste a una mudanza de su familia y pasan “lenta y devastadoramente” unos obreros que llevan el piano y derriban cuanto rozan, de pronto, el piano, en una falsa maniobra, cae sobre el pie de unos de los obreros y Guillermo, admirado: ¡“la de cosas que saben decir”!
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