Los sábados y los domingos son para un viejo los peores días. La carnicería está más lejos que el supermercado, hay que pagar la semana de periódicos y de carne, hay que salir con la perrita que ya es perra, y, si pasa lo que puede pasar en cualquier momento, se forma en torno a nosotros la cohorte de perros vagabundos, todos ellos con su proyecto de formar familia y protagonizar la conservación de la especie, luego conviene ojear el apartado de correos –cuando éramos radioaficionados, que también exploré ese mundo una vez, le llamaban pío box, según a mí me sonaba el anglófono P.O. box-, comprar salchichas en “la otra” carnicería, que en la primera pican más, y realizar las habituales visitas a la periodiquera y el panadero.
Pero como la perrita, que ya saben los demás perros machos y adultos que ya es perra y hay ocasiones que tengo que cogerla en brazos para defender el honor de la familia –hay que ver, decía aquel inglés con sorna, dónde dice Calderón que tenían el honor los españoles de su época-, bueno pues a la perrita no le dejan entrar en la mayoría de unos establecimientos que prefieren al guiri, por mucho que manche, abuse y suba los pies a la banqueta o a la mesa de enfrente, y hay que salir dos veces, la salida zoológica de las bolsitas impermeables y la salida del buscador de víveres para el día y la semana.
Me acuerdo del primer evento prematrimonial de mi dulce perrita, todavía entonces no perra, pero en el límite, donde la duda, que vino aquel perro enano de pelo hirsuto, suelto, abandonado de sus puñeteros dueños y de tal manera y con tal ahínco nos acosaba que tuve que tomar del pescuezo a la interfecta, muy interesada por cierto en tratar de aclarar las cosas, y salir corriendo para casa, entre jadeos impropios de la seriedad de un anciano, improperios y el regocijo de unos gañanes que mataban en una terraza con sendos tragos de orujo el primer albor.
Insistía él, forcejeaba ella de tal modo que se le salió la cabeza del arnés y si no acierto a agarrarla de las lanas, que estos perros de agua tienen lanas en vez de pelo, y no salgo corriendo, a estas horas en mi casa ni honra ni barcos, tendría que modificar el almirante su celebre frase.
Días como hoy, decía un cliente, “ta uno eximio”, él pretendía decir exhausto, y en efecto se resuella, sobre todos estas mañanas de otoño, engañosas, en que viene el viento del sur, juguetón o violento, según le da, sube la temperatura, tú te habías empezado a abrigar y un sudor se te va y otro se te viene cuando regresas, en mi caso cuesta arriba, con las bolsas llenas. “Otro agente de bolsa”, dice un amigo con el que me cruzo y que viene a su vez bolsas en bandolera. Acabaremos, comenta, por sacar el carrito, como acabaron tantos visitadores divorciados, los fines de semana alternos del régimen de visitas, por acostumbrarse a sacar las sillitas y los cochecitos, con los pequeños nómadas a cuestas, en busca de casa de los abuelos, del zoo o de la tienda, si es verano, de helados, si es otoño o invierno, de churros o de chuches, o de ese artefacto de la manivela y los agujeros en que asa castañas un señor cetrino sólo medio afeitado y bigotudo, de boina capada y madreñas, “a euro el cucurucho de ocho, señor, y si esto sigue así, habrá que quitar dos castañas o subir otro euro”.
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