Ando desganado, hoy, y primero escribo y desecho una entrada relativa a esos profesionales de la sinecura política; luego meto mano a la euforia de los seguidores y admiradores del Madrid, sin duda presunto campeón de Liga y la echo también a la papelera del disco duro externo que ruge a veces por ahí detrás de mi sobrecargado Mac, tan paciente.
Luego doy vueltas a la singular peripecia de que estuve en un pequeño comercio local –ahora, salvo las grandes superficies, todos resultan pequeños comercios- pregunté por zapatos y me informaron, ante mi perplejidad, que no venden más que hasta un número antes del mío habitual. ¿Cómo pretenderán vender y sobrevivir así, los pequeños comercios? Supongo que habrá unas tablas estadísticas, que nos excluyen a los pies grandes y a los pies pequeños.
Me lío la manta, que diga, la bufanda que me pusieron los Reyes Magos, y no a la cabeza, sino al pescuezo y me voy con mi perrita núbil a dar nuestra cotidiana vuelta seminocturna a nuestro periplo habitual. Hace su deber principal ante un garaje de un amigo y mientras me pongo a preparar la bolsita, que es todo un episodio eso de despegarles la boca a las bolsitas para ponérselas, como un guante, antes de operar, va y se come, la muy coprófaga, la mayor parte del cuerpo del delito. Se ha debido enterar de lo de la crisis económica y ha obrado en consecuencia. Le echo una bronca. Pobres si, mujer, pero queda para garbanzos todavía. Antes de quitarnos de comer, nos quitaremos otros lujos y necesidades menores. Todo para tratar de evitar que como yo tengo que hacer ahora mismo contigo nos llamen comemierdas, que no por insulto frecuente deja de ser denigrante en grado sumo y denunciar prácticas en extremo desaconsejables.
Volvemos a casa, ambos, avergonzados, ella porque no creo que sepa qué, pero intuye que algo muy grave ha hecho mal esta tarde. Yo porque pienso que mañana, Dios mediante, cuando lo ocurrido se me haya olvidado, hasta pueda que, como suele, al despertar, venga a saludarme y lamer, en su colmo de expresión de afecto, mi mano.
Espero que para entonces, la saliva, el famoso “cuspe de cuervo”, que decíamos de nenos y casi lo curaba todo, haya servido como detergente purificador.
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