Se excitan, de uno u otro lado, los urgidos, los impacientes, los radicales, los que echan de menos y quieren esto o aquello.
Y salen a la calle, el territorio común donde no hay refugio posible, más que cavando o amontonando trincheras, deslumbrando, aturdiendo.
Y como Intellectus apretatus discurrit –decía mi abuelo- qui rabiat, con un a mi juicio más expresivo latín, el macarrónico, que el de verdad, tan agonizante y desleído en sus variopintos y mestizos romances, de joven y de necesitada, escribe cada generación lo más ingenioso y a muchas veces prodigiosamente inteligente de su caudal imaginativo, en las paredes tétricas de la colmena urbana.
A medida que el necesitado, caso de que así sea, que lo es en multitud de casos, deja de serlo, adquiere, por poco que sea, y puede sentarse sobre su tesoro, en ocasiones mínimo, se va haciendo de modo paulatino conservador, y más cuanto más haya logrado apartar, apoderarse de, acumular.
Miro a mi alrededor y no veo más que claudicantes, suelen decir los peterpanes del estado de necesidad.
Ellos, ya maduros, han ido dejando amigos, del otro lado de la raya social, y se consuelan porque cada generación provee de otros necesitados que prohibirán de nuevo prohibir y aconsejaran de la prudencia de pedir lo imposible, como cuando en mayo del sesenta y dos parecía que hubiese llegado esa primavera que está siempre en las canciones y los himnos de los más jóvenes, los más entusiastas, los más pobres y los más vagabundos y poetas del caudal humano, como símbolo, otro es el ave Fénix, de los afanes de eternidad y felicidad que nos caracterizan y cada juventud de cada generación está verdadera y entusiásticamente dispuesta de proveernos por fin.
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