Le gusta salir aún de día, a media tarde, a la perra. Viene a buscarme, que latín no sabrá, pero sí que me va a conmover con un ladrido, una caída de ojos y un giro de hocico hacia el banco del zaguán, donde arneses y correas.
Anda, hombre, parece que dice, que yo no salgo más que a dos horas del día, y muchas, deprisa y corriendo, por la prisa esa que tenéis unos y otros, todos los que me sacáis, a veces. Parece que os pisan el rabo.
Ella, como no tiene ni tocón, no hay modo de pisárselo.
Me conmueve, según lo previsto, y, además, domingo y media tarde, decido ir a dar un paseo un poco más largo.
Pasamos de largo por dos o tres carteles de “perros no”. Todo el mundo habla bien de las mascotas. El señor Alcalde Mayor, es veterinario, por lo que se supone que amante de los animales. Se fundan sociedades, agrupaciones y clubes abundantes de protectores y amigos de los animales más diversos, pero cada vez más letreros de “perros no”. Otro día nos meteremos con ellos, le digo yo a Laila, que ni los mira. Y como exploramos territorio nuevo, hace lo que debe dos veces, amen de abundantes aguas menores y marcados de territorio. Por dos veces he de doblar trabajosamente, resollando como los viejos, haciendo mi cosecha de mierda, que me acuerdo del chiste y sonrío. Si, hombre, aquél jefe de estado que se preguntaba por el futuro de su país y mandó consultar a varios economistas, que, según sud dos portavoces, si dividieron en su dictamen en el grupo pesimista y el optimista. ¿Qué opinan los optimistas? –pregunto el jefe de estado, lleno de esperanza- Que acabaremos comiendo mierda. Caramba, ¿y los pesimistas qué dicen, entonces? Que tal vez no haya mierda bastante para todos.
Territorios nuevos, perritos desconocidos, de la cuerda de sus amos y dueñas, y, casi llegando al río, de súbito, el país de los gatos asilvestrados. Gatos bicolores y de uno solo, atigrados, blancos, marrones, ocre y hasta un siamés; grandes, pequeños y medianos; en grupos y solitarios; unos en lo alto de las tapias, otros en los muros, alguno bajo los coches. Laila, como loca, ladrando amenazadora, desafiante, tira que tira, ávida de correr en su busca, hasta que llegamos a la orilla y allí había, para su nueva delicia, una manada de patos que nos permitieron dar desde la orilla, a pleno pulmón, otro concierto.
Como no hacía frío, entre la pequeña caminata extra, la cosecha, los encuentros y los desafíos, llegamos a casa extenuados, pero felices. Se me arrimó a la butaca, dio un salto y se me puso en el regazo desparramada, relajada, feliz, de vez en cuando se volvía con esa mirada lánguida y me lamía la mano.
En la ventanilla de la tele, lo de ayer, lo de anteayer. Decido apagar, recién encendido, y Laila debe estar de acuerdo, porque no dice ni pío. Ni ladra.
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