El lunes se reanuda casi todo. Hay agua viva, cada vez menos, en los cauces de los ríos y los remansos y pantanos. El lunes ese gran despertador nos arranca del sueño y los ensueños del “finde”. Echas a correr en busca del medio de transporte, público o privado, que te moverá hacia cada puesto de la caravana, a que nos incorporamos ya en marcha. Difícilmente encuentras quien te sonría a primera hora de la mañana de un lunes cualquiera. Como si unos u otros tuviésemos la culpa de que se haya puesto de nuevo en marcha el tiempo, ese fantasma socarrón, que a veces te parece, durante la vida, que está quieto mirándote pasar y ¡qué va!, él siempre a lo suyo, a irte erosionando por dentro y por fuera hasta que te preguntas cómo coño puede ser que yo tenga más de setenta, de ochenta, de noventa … y hay hasta quien de cien años.
Sigue el anticiclón, viene marzo. Decía la abuela: “marzo ventoso y abril lluvioso, sacan un mayo florido y hermoso”. Quedan, sin embargo, dos días más, el rabo, por deshollejar y desollar, uno de ellos el de la demasía anual, el exceso, que corresponde por ser año bisiesto. La humana fantasía, que exudamos la gente por todos los poros del alma, cuelga consecuencias a la anomalía este de que a un año le salga, de cada cuatro, una inesperada excrecencia, una verruga. Son años buenos, dicen unos; malos, dicen otro. Un frío científico, de esos que pululan por los laboratorios del mundo e investigan incansables, explicaba que es que como todo lo hacemos los hombres como lo hacemos, ni siquiera hemos puesto con esmero suizo las piezas del reloj del calendario, y de vez en cuando, cada cuatro años, tenemos que reponerlo en hora.
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