La perrita núbil se me rebela. Tengo, dice, ahora, una nueva amiga. Es más, añade, tengo una abogada que me defendería, caso necesario, contra cualquier abuso de autoridad. Tiemblo. Está de moda lo de dictar órdenes de “alejamiento”. Me recuerdan lo del urbanismo aplicado a pueblecitos y villorrios. Normalmente, un pueblecito o un villorrio –ya saben, un pueblecito es de los que describía Azorín, blancos, inocentes, silenciosos, inermes, al sol mediterráneo de Sorolla; un villorrio es siempre oscuro, lúgubre, semiabandonado, crujiente, golpean puertas de viviendas vacías, arrastra el viento bolas de maleza incierta, como los que describía Faulkner, del condado aquél, sureño, decadente, donde vivió Snopes-, no tienen “edificios históricos”, ni suelen tenerlos de “notable interés”, y sin embargo, las flamantes “ordenanzas urbanísticas”, los tratan como ciudades medievales, pletóricas de tesoros como la mesa de Salomón y edificaciones como el Taj Mahal, cuando menos.
A lo que iba, usted, dice la orden de alejamiento, no podrá acercarse a menos de quinientos metros de esa mujer. El pueblecito y el villorrio juntos, desde la plaza mayor, donde la picota, hasta el último adobe del suburbio, tienen un radio aproximado de unos cuatrocientos metros, así, midiendo por alto. ¿Dónde quiere que me ponga, señoría? –pregunta el atribulado varón-, pero su señoría ya está ocupado dictando otra orden de alejamiento y póngase usted donde pueda, amigo, o haberlo pensado antes de amenazar a la dama de sus pensamientos.
La perrita núbil, que afortunadamente no sabe de letras, ve que me pongo a escribir, tuerce un poco la cabeza, que es su gesto de no entender y hace tres o cuatro viajes al banco del zaguán, donde toca con el hocico su arnés y luego vuelve, intentando mover el muñón: ¡que era broma, hombre! ¿vamos o no, a dar una vuelta?
Febrero y acaba de romper, cautelosa, la mimosa de la ladera. Mal verano, dice el augurio. Pero recuerdo ahora mismo que ya el padre Astete, en su catecismo, dijo de no escuchar ni creer agüeros ni hechicerías, de modo que podría incluso haber un buen verano, si quieren condescender la Niña y el Niño, esos de que tiran los periódicos cuando se les acaba lo de la serpiente de verano y se les olvida lo del lago Ness de las Escocias más profundas -¿será cierto lo que acaba de ocurrírseme de que el agua de un lago escocés podría ser en realidad whisky de por lo menos quince años?-. A ver, a ver. Conserve usted la esperanza. A mí, un desvencijado empirismo me reconduce a temer que habrá mal verano. Mala la habremos, pues, si no se le ocurren casi milagros milagrosos al equipo de don Mariano y tampoco viene la oleada turística a poner el parche de todos los años en la cuenta de resultados de la balanza esa de los pagos.
Escribo. Dos cuentos para un proyecto de libro colectivo, el epílogo de otro (libro) de un amigo, entradas para el blog, meditaciones para mi archivo más secreto, el impublicable y unos versos para el que probablemente será el último libro de versos que publique, Lendel, cuya portada escojo entre tres proyectos.
Esta tarde iré, Dios mediante, a la capital pequeña. La capital pequeña se advierte como semidormida. La sensación es de que llegas, entreabre un ojo y se desinteresa. Las capitales, grandes y pequeñas, están como desinfladas de ilusión. Echo de menos más sonrisas que había cuando éramos tan jóvenes que creímos posible cuanto nos prometieron.
No hay comentarios:
Publicar un comentario