Y lo mejor de este tiempo, de algún modo asociado a la jubilación, es la posibilidad de rebuscar el rincón de casa, cerca de una ventana para mirar cómo amenaza caer y cae la nieve por fin, en las proximidades de un radiador de calefacción, el llar o la foguera, según, que arde, domesticada, en la chimenea, haciendo brasa que es como una nostalgia. Y un buen libro que te cuente lo que piensa la gente de otra gente, o enseñe algo y se descubren misterios cada vez más sugestivos, acerca de la economía de medios y formas con que funciona el universo.
Juegos de luces, movimiento, perspectivas cambiantes. No somos nada en el tiempo, pero nos preocupa la miserable extensión de los inalcanzables próximos cien años, nos debatimos y peleamos, palabras sólo, por ahora, en ristre, incapacitados para ponernos de acuerdo más de unos cientos cuando hay tanta gente atribulada por la tremenda alegría de vivir.
Me apunto a los versos del pirata de Espronceda que dijo a su través aquello de que “allá muevan feroz guerra … por un palmo más de tierra”. El mar y la playa, abiertos hacia la incógnita del horizonte, no son de nadie y son, por eso, de todos.
Hay un rincón, durante la llanura del día, en el oasis de cualquier hora de recogimiento, en que puedes, podemos, puedo, permitirnos el lujo de suponernos libres y engarzados en el círculo de paracaidistas unos nanosegundos antes de tirar de la cuerda y apoyar la textura del soporte en el aire.
Un momento durante que no importa si abren o cierran bancos y mercados, si convocaron o no elecciones, si la pirámide humana se habrá reconvertido en una esfera y nadie tiene ya privilegios ni responsabilidades, sino el afán no sé si ético o estético de pintar un cuadro cazar en el aire una melodía o escribir el más expresivo poema de la historia del mundo.
Cosa de la invernada que a la vez nos recorre de nostalgia y nos acoquina de desesperanzas, mientras abre, trabajosamente, la mimosa, como una quitanieves, el paso por los puertos y los collados del alba.
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