La gasolina, y tras ella, o precediéndola, nunca se sabe, el gasóleo, y con ambos, la vida, trepa que trepa, como el pretendiente de la hija del conde Sisebuto, porque nadie quiere quedarse atrás, que camarón que se duerme, ya sabes lo que le pasa. Esto es como una carrera de obstáculos, donde los que perderán, perderemos, seguro, seremos los que ya no tenemos nada que ofrecer, dar o vender, porque, razonablemente considerada la cuestión, tendríamos que dejarnos de jubilaciones y ser cargas, y habernos muerto, dócil y sosegadamente, para no molestar.
Lo que tiene verdadera gracia es eso de que cada mes digan que bajó no se sabe qué, tal vez los agujeros para meter tornillos y con ello, el coste medio de la vida, que será de la suya, porque a los demás, cuando echamos cuentas, nos ha subido cuanto necesitábamos y de bajar algo, irá siendo lo superfluo, poco a poco, por ejemplo, los libros, ahora que, sin intermediarios, llegará, ya veréis, día, en que se los encarguemos directamente al autor, que los tendrá en depósito, en su base de datos y nos venderá una copia y hasta podrá vendérnosla a más o menos precio, según la caigamos de simpáticos o nuestra categoría o frecuencia como clientes, y servírnosla vía emilio, e.mail o como prefiráis llamar al invento, sobre la marcha.
Domingo, lluvia y la gente aprovecha para quedarse en casa, la poca que queda ahora en invierno, de tal modo que esta mañana, por gusto, me asomé a la solana paradójicamente umbría y estuve, reloj en ristre, cronometrando, y me pase veintiséis minutos y medio –alrededor de las once de la mañana- sin ver persona alguna pasar. Eso sí. Algún coche, Esos no faltan nunca, llueve, truene, tengan o no prohibido subirse a la acera, ahí están, omnipresentes, bufantes, conductor airado tras el parabrisas, dispuesto a ciscarse en tus ascendientes, si considera que estorbas el paso triunfal de su carroza. A los ancianitos como yo, más. Saben que pertenecemos a una generación razonablemente educada, víctima de numerosas conflagraciones y amenazas. Saben que ya no les podríamos, ni queriendo, retrucar una posible colleja. Y abusan. ¡Cúidate, abuelo, cabrón –dice uno ocurrente- que te vamos a planchar los cojones! Nuestras sufridas gónadas se mueren de risa, cuando nos arrebujamos en la bufanda de la paciencia. Ni se imagina, el energúmeno en cuestión, lo poco que va a tardar en irse convirtiendo en otro ejemplar con nuestras trabajosas posibilidades de quitarnos de su toma de la Bastilla a bordo de esa lata de sardinas con ruedas.
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