No os he contado nunca mi recurrente sueño en que vuelvo a mi Colegio Mayor. Está lleno de peculiaridades. Vuelvo, pero ya no tengo veinte años. No están los viejos compañeros, Baudilio Tomé, Miguel Vega, Luis Borobio, Aurelio Mota, Vicente Eulate, Perico Rubio, Antonio Bandeira, Florentino Pérez, Jesus Urteaga, Angel Dorronsoro, Luis Valls, Fernando Vázquez. Hay nuevos, jóvenes, de alrededor de veinte años, como los que nosotros teníamos entonces, e, indefectiblemente, me pierdo, busco y no encuentro las escaleras de la capilla, no sé ni en qué piso ni en qué puerta está mi habitación, donde hace poco dejé mi equipaje. Ni un solo conocido, y, sin embargo, el Colegio es el mismo. La misma calle, que es nuestra calle, el pequeño y mustio jardín, el pabellón, los edificios. ¿Dónde están todo los que estuvieron? El cabo Miguel Angel Plaza, su primo José Antonio, Santiago Navarro, Pepín Vidal, Jesús Alberto Cagigal, Bolado, Sánchez Arjona, Ricardo Atarés, Joaquín Capdevila, Enrique Crespo, Joaquín Andrada. Es imposible que si estoy yo, no hayáis vuelto ninguno y ésta sea otra generación que habla de cosas que nada tienen que ver con aquella época llena de interrogantes, sugerencias, sueños, proyectos …
Misa de alba casi, el domingo, subiremos a la nieve. ¿No habéis comido nunca naranjas casi heladas, en lo alto de un collado, sin telesilla, una mañana de sol, a los veinte años? Trepa que trepa y en un pispás estás abajo, y venga de resollar monte arriba. No hay instalaciones. Una cabaña en reconstrucción. El ampo y el silencio, gemelos, de la nieve. Todavía estamos todos camino de hacernos abogados, químicos, arquitectos, médicos, economistas. Todavía no somos más que una pandilla alegre, sin un duro en el bolsillo, refugiados en lo más alto del collado, comiendo gajos casi helados de naranja. Entre todos, pensamos cada uno, reconstruiremos un mundo mucho más feliz que el de Huxley. Ninguno, sin embargo, que yo sepa, habíamos leído a Huxley todavía. Ni nos habíamos topado con la vida y con la muerte. Un día, que, sorprendentemente, se murió casi de repente un compañero y lo velábamos mientras se le afilaban los rasgos, blanco el rostro, con los ojos cerrados, incapaz ya de sonreír como solía, permanecimos atónitos, ¿qué era aquello? ¡Si habíamos parecido inmortales!
Recorríamos el Escorial, nos contaban, los estudiantes de arquitectura y los de bellas artes, los misteriosos secretos de algunos de los cuadros más o menos perdidos y casi desconocidos, que semiocultan los destellos de las grandes obras del Prado. Hay allí dos o tres museos, como hay dos o tres profundidades diferentes para recorre el Escorial. Luego te enteras de que hay media docena de maneras de estar en Toledo, en Madrid o en París. ¡Y hay gente que estuvo en varias de esas diferentes estancias que hay en cada estancia! Recorrer el museo del Prado, por ejemplo, con Luis Borobio, estudiar las esquinas de una ley de la mano de Amadeo Fuenmayor o de Luis Enrique Greño. Redescubrir diferentes versiones de la historia de España durante una soleada tarde del pabellón con Floro Perez Embid o Ismael Sánchez Bella, o que Luis Valls te explique por donde van los regatos de la economía son experiencias inolvidadas.
Ahora se han ido todos, Vicente Mortes, Ramon Montalat, los Repáraz, Artiach, Nicolás Ibarra, Felipe Urcullu, Agustín Iturralde, Pepe Vioque, Paco Nubiola, nuestro incansable secretario Emilio, Raimundo Panniker, que era capaz de hacer tres o cuatro cosas a la vez, mientras filosofaba. ¿Dónde ha ido nuestra juventud, dónde los sueños, que ahora todos éstos son “nuevos” y desconocidos que me miran pasar no sé si con miedo, asombro o desconfianza, porque me voy asomando en todas las habitaciones y tienen el mismo aspecto, pero hay otra gente y yo he perdido la mía, mi habitación, mi gente, mi rincón, mi alacena, mi armario, tal vez casi mi tiempo?
Una y otra vez, una y otra noche, recurrente, se repite incansable la búsqueda de mi sueño. Cualquiera de estas noches, digo yo que nos reencontraremos. Haremos una tertulia, jugaremos una partida de cojolondrón, bajaremos a la ciudad universitaria que “munificencia regia condita, ab hispanorum duce restaurata, florescit in conspectu Dei”, a echar un partido de fútbol o de baloncesto. O iremos al bar Estadio, a jugar una partida de dominó. O a Chaga, que ponían el vermú con ginebra en copa de martini y daban, de tapa, una bandeja entera, desbordante de patatas fritas a la inglesa.
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