Noche toledana, de luna de Valencia, y fresco ártico, servido on the rocks como el buen whisky, Calles vacías, tiendas lánguidas, políticos que se juntan –reunión de rabadanes …-, enredos de palabrería, con la mitad superada de febrerillo el loco y mañana, Dios mediante, os cubriréis la cabeza de ceniza, pero todavía cabe, que ahora las cosas se imbrican de sorprendente modo, ir después a escuchar el testamento de la sardina, que la entierran de noche, en mi pueblo, o casi de anochecido. Y quedan por ahí anuncios de carnavales. Que, para no duplicarse y tratar de que la poca gente que tenga una pasta gansa los recorra todos y se deje unas plumas en cada corral, ahora, siguen duplicándose y hasta triplicándose los festivales carnavaleros, pisándole el terreno a la cuarentena de la Cuaresma. Dice el Evangelio que los apóstoles se quedaron dormidos en la oración. La carne es flaca y hay cada vez menos sobre el hueso y más predadores a tratar de roerla, según pudimos comprobar en un reciente documental de la tele en que contaban las angustias de una familia de leonas durante un verano del Sherengueti.
Descubro un nuevo comisario de novela negra, ahora griego, Kostas Jaritis, se llama, que va de un lado a otro de Atenas, abriéndose paso trabajosamente entre una circulación rodada que debe ser todavía peor que la de mi Villa en verano y por entre las manifestaciones de griegos cogidos entre la trampa de la crisis y el ventarrón de los recortes. Cuando las guerras y las entreguerras, los soldados de jugar los niños dejaron de ser de plomo y todavía no había plásticos, de modo que eran recortables. Pagábamos la lámina sobre un cartón, recortábamos el militar –lo más difícil los agujeros entre las patas de los caballos- le doblábamos la peana ¡y a desfilar o hacer la guerra!
Recortes y más recortes y vamos a acabar por comernos, como los leones del Sherengueti en verano, hasta las puntas de los huesos pelados y abandonados ya por hienas y buitres. Lo que más escozor produce, a medida que cunde la anorexia social, es ver en la ventanilla de la tele pasar a políticos verdaderamente gordos. Y no como Garfield, el astuto felino que aseguraba en una de sus tiras que él no es que fuese gordo, que en realidad lo que era es corpulento. Estos políticos no, éstos, además de corpulentos, parecen evidente, sorprendente e injustificablemente bien alimentados, y, como consecuencia, gordos.
Lo que pasa, que como yo estoy gordo, también, poco puedo criticar. En mi descargo, aduzco que últimamente mi tendencia parece ser a ir descargando el bálago, que, como decía mi abuela, nunca se hizo sin hierba.
Oigo la campana de la iglesia. Cuando se oye desde mi calle es que está rolando el nordeste a norte, cosa que podría cortar la helada para salvar las flores de las piescales, que estarán a punto de asomarse y sumarse al bullicio casi audible de síntomas de primavera que empiezan a atizar las alergias.
Noche, nochera, en el limonero, hay colgados como entre media docena y una de farolillos que se asoman por entre las hojas a mirar el lucero, que, totalmente como está hoy, despejado, triunfante, desdeñosamente, nos mira.
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