Apterigógenos, ejemplo, el pececillo de plata, asqueroso devorador de bibliotecas. He visto, entre las páginas de un viejo diccionario, polvillo de desecho del pececillo de plata. El viejo diccionario lo usaba mi padre con evidente confianza. Es bueno, me repitió. Y lo he seguido creyendo hasta hoy, que además de su última edición, tengo otra porción de diferentes y variados diccionarios.
Este de que hablo, hura del pececillo, es el ejemplar aquél, desportillado como entonces, que usó mi padre. Mi padre era abogado de titulación, pero profesor de lengua y literatura de vocación. Sobre todo, profesor de vocación. Me preparó para lo que entonces se llamaba ingreso en el bachillerato y creo haber olvidado poco de las cosas elementales, pero casi todas útiles y algunas imprescindibles, que me enseñó en aquella época y en otras más tarde.
He pasado, en mi numerosa, pero modestísima biblioteca, las hojas del viejo diccionario. Ya sabéis, se toma el libro y se dejan, con la yema del dedo pulgar, correr las páginas. Cuando, como en el caso, se trata de un diccionario, dondequiera que te paras hay alguna palabra desconocida, cuyo significado bebes y ahora, ya viejo, olvidas si no te apoyas en un particular interés y en alguna regla mnemotécnica.
Mi padre, que era por naturaleza impaciente, jamás perdía la paciencia cuando trataba de impartir enseñanzas o de suscitar interés por aprender algo, que, entonces, deliberadamente, te dejaba a medias de explicar para que tú fueses a investigar, aprender por tu cuenta, que es cuando de modo definitivo de fija, hasta donde cada cual es capaz, en la memoria del discípulo.
Los profesores, a medida que pasan las generaciones, se caen de la memoria colectiva, pero de una u otra manera, determinaron que la cultura del grupo fuese como fue y haya llegado a ser como es.
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