Leo, releo, sigo y reencuentro esa tremenda probable verdad de que estemos los españoles condenados al desencuentro. Porque a ninguno se nos escuchará y cada vez que alguien, alguno de nosotros, alce la voz para hacer cualquier propuesta de paz, colaboración, olvido y concordia, una multitud airada nos descalificará, previo habernos encasillado y puesto que somos, según el crítico, que al parecer casi siempre nos conoce mejor que nosotros mismos, de esta manera o de aquella y definitiva e inexorablemente somos los malos, no es que no merezca la pena escucharnos, sino que ni siquiera oírnos, y, si acaso, mejor, de modo preventivo, depurarnos y enmudecernos.
De nada valdrá, me atrevo a augurar, mientras sigamos siendo como fuimos y somos, que tratemos de reconducirnos a la solidaridad como grupo social. Estamos, por desgracia, que no por gala, partidos en dos, y quien sabe si hasta en mayor número de teselas, tribus, taifas y familias. Si os fijáis, en cada una de ellas, más pronto o más tarde, el aparentemente sólido conjunto inicial, acaba por partirse de nuevo en dos, una y otra vez, inconciliables. No merece, nos aseguran los dolicocéfalos, escuchar a ése, que no es más que otro braquicéfalo incompatible con los “nuestros” de cada cual.
Una y otra vez, sube y baja la marea, y cuando pudo parecer que la necesidad nos había obligado a ser unos y apretarnos en defensa de los intereses del conjunto, se encargaron los sumos sacerdotes de la memoria implacable, nacionales, foráneos, oriundos y nacionalizados, de rescatar las brasas de odios, rencores y venganzas pendientes.
Y lo malo es que de cualquier cosa que hablemos, en cualquier diferencia en que caigamos, cualquier conducta que tratemos de juzgar, saltará a la letra impresa, de la mano de alguno de estos pirómanos sociales la sugerencia de que los unos o los otros son los que han influido, opinado, juzgado, no con criterios objetivos, sino por las viejas razones. Y ahí renace y se reescribe o repinta la misma saga que apreció y pintaba Goya, el hacha implacable de los poetas más tristes, la lúgubre sombra de Caín que vio pasar Machado, no sobre, sino impregnando, como sangre y sudor, tal vez conmixtión de ambos con las consiguientes lágrimas, la tierra de todos.
Qué pena, que incluso para hablar de amor, de solidaridad, de salir de las dolorosas crisis y reconstruirnos de otra manera, lo estemos haciendo con este rechinar de dientes.
Pero qué más da que muchos lo digamos, si nos recordarán que formamos parte de uno u otro ejército, estamos para siempre catalogados en tal o cual página y no merece la pena oírnos, y mucho menos, escucharnos y lo bueno es la agarradiella, la tenebrosa pintura de los dos gañanes, enterrados hasta la rodilla, alzando sendos garrotes, empeñados en limpiar a garrotazo sucio e implacable a los “malos”, que siempre serán recíprocamente los “otros”. Y así una y otra vez, garrotazo tú, garrotazo yo, y siempre otro gañán dispuesto a sustituir y heredar a los que vayan cayendo.
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